Ha sido un comienzo de año que nos ha golpeado con fuerza en donde más nos duele, donde más experimentamos nuestra pequeñez y vulnerabilidad: cuando la hermana muerte se hace mensajera inapelable del Dios de la vida. Primero fue Benedicto XVI, nuestro querido papa sabio y humilde, pero luego se han sucedido en Asturias dos adioses más que han puesto a prueba nuestra fortaleza y esperanza: José Manuel Álvarez (65 años) y Enrique Álvarez Moro (41). El día que enterrábamos al primero fallecido por un cáncer, se mataba el segundo en coche viniendo al entierro. Todo un misterio que nos ha sumido en el dolor a tantas personas que pudimos conocerlos, quererlos y beneficiarnos de su entrega y ministerio con una humanidad llena de entraña y amistad.
Tantas veces damos por descontado nuestro ir de aquí para allá, paseando nuestra prisa y quehaceres, como si nada pudiera modificar lo que teníamos planeado. Comenzamos un nuevo día mirando la agenda de nuestros quehaceres, tantas cosas de esas que a diario llevamos adelante sin caer jamás en la osadía de anotar: a las 14’05 morirme de infarto o estrellarme en el coche. Esa anotación está escrita, pero sólo la conoce Dios que es quien lleva nuestra agenda verdadera que nunca nos comunica y que sólo conocemos cuando llega. Hemos perdido en la práctica eso que el sentido cristiano ha dejado esculpido en nuestro lenguaje cuando nos referimos a lo que haremos esta tarde, o mañana, o dentro de un año: “si Dios quiere”, decimos, sin caer en la cuenta de la verdad que encierra esa expresión tan cristiana. Está indicado que la vida está en manos de Otro, que no la decidimos nosotros, ni nuestros títulos académicos, ni los logros redondos, ni las prisas ansiosas, ni las trampas y pecados. Sólo la decide Dios, con el que no siempre contamos dejándonos llevar por nuestros cálculos y medidas en un trozo de historia, la nuestra, que cabe solamente en lo que rodean nuestros brazos, otea nuestra mirada, recuerda selectivamente el pasado o sueña mirando nuestro incierto mañana.
Ante el Señor no hay recoveco privado donde no tenga Él acceso, ni trampa con la que podamos maquillar nuestra realidad, ni cartón con el que ocultar la vergüenza que nos daña. Y, sin embargo, esto no nos pone ante un Dios huraño, fisgón, que como el gran gendarme esperase nuestro último desliz para multarnos con la eterna condenación. Más bien nos empuja a una confianza filial que permite reconocer nuestra pequeñez, nuestra humilde condición vulnerable y tan fácil presa de nuestros diversos pecados. Pero es esa confianza filial la que nos permite volver a la casa en donde nos espera un Padre que cada día aguarda nuestro regreso para darnos el abrazo de su perdón.
Hemos llorado como se llora un amigo, un hijo, un hermano, que por más que lo miremos no podemos darle el aliento que en él se quedó para siempre frío. Un silencio que nos deja mudos y una ausencia en la que parecemos huérfanos, ante un hecho tan incomprensible humanamente hablando. Pero si tenemos la confianza filial, a pesar de no entender lo que nos ha pasado con la muerte de un ser querido entonces nuestro corazón lleno de lágrimas se abre también a la esperanza que no defrauda ni nos miente.
Hay una santa rebeldía que nos grita en los adentros, esa que se hizo también grito y plegaria en el mismo Jesús cuando llegó el momento redentor en que abrió para siempre el callejón sin salida con el que nos acorrala la muerte. Una rebeldía que se hace rezo, poniendo en nuestra mirada el consuelo de saber que la muerte no es la última palabra que se escuchará sobre nuestra historia. Hay una palabra final que será de luz, de reencuentro, sin separarnos jamás de aquellos que en Dios gozaremos para siempre de su amor y su amistad, que con Cristo resucitado nos dará la eternidad.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario