Hace casi 40 años, en 1985, sólo dos décadas después del Concilio, cuando llevaba ya cuatro años en Roma, el cardenal Ratzinger publicó su famoso y discutido libro-entrevista titulado Informe sobre la fe. El diagnóstico de la situación de la Iglesia, la identificación de sus causas y las propuestas de futuro que hacía el entonces Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe siguen siendo válidos. Lo acontecido desde entonces le ha dado por completo la razón. Ahora que Benedicto XVI se nos ha ido al Cielo - según confiamos en la misericordia divina - es bueno recordar aquellas páginas que revelan al gran papa como lúcido profeta y pastor valeroso.
Ratzinger hacía en el Informe una valoración de la situación de la Iglesia que escandalizó a los bienpensantes del primer postconcilio y que aún hoy encuentra muchas resistencias, a pesar de las evidencias acumuladas con el paso del tiempo en su favor. “Resulta incontestable - escribía - que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por el papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI” (35). Es cierto que en los años de san Juan Pablo VI y del propio Benedicto XVI - se puede añadir - se orientaron muchas cosas, pero la situación no parece globalmente mejor ¿Por qué este diagnóstico?
El Informe sobre la fe habla de las “graves hemorragias” y la “crisis de identidad” de “las grandes órdenes religiosas”; de la “crisis del sacerdote” y de la “atenuación” del impulso de la misión del obispo (capítulo IV); habla de una “teología individualista” y de una “catequesis hecha añicos” (V); de una enseñanza moral más deudora de una “sociedad radicalmente liberal y opulenta” que de la sabiduría de la Tradición católica (VI), con graves consecuencias tanto para la vida de la persona en la familia (VII) como para la espiritualidad, sometida al “espíritu del mundo” (VIII); habla de unas prácticas litúrgicas “en oposición a lo que dice el texto auténtico del Vaticano II”, que con frecuencia han “sumergido a la liturgia en la vorágine del ‘hazlo-como-quieras`, y así, poniéndola al nivel de nuestra mediocre estatura, no se ha hecho otra cosa que trivializarla” (IX). Sufrimos una cierta “protestantización” del catolicismo en asuntos fundamentales de la compresión de la Iglesia y de la Revelación (XI). Se reinterpreta el cristianismo entero en clave de acción social inmanentista (XII). La misión ad gentes ha sido puesta en cuestión (XIII).
2. La Iglesia ha de “abrirse al mundo” para evangelizarlo, no para perderse en él. La Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo: no es una sociedad humana más, ni un “pueblo” en sentido meramente sociológico o étnico. La Iglesia es, ante todo, “sacramento” de Dios en el mundo. Es necesario avanzar en la comprensión de la Iglesia como “misterio”, como realidad humano-divina, como institución querida por Jesucristo, a quien hace presente en el mundo a través de la sucesión apostólica y de los sacramentos (57, 65, 145s, 173-180). Sólo se puede vivir seria y gozosamente el “hoy de la Iglesia”, cuando es comprendida así, con el Concilio. Sólo así tienen sentido el episcopado, el sacerdocio y la vida consagrada.
3. La comprensión sacramental de la Iglesia - que el Concilio desea - no es posible si fallan dos elementos fundamentales de la teología católica, como ha sucedido; a saber: la eclesialidad y la alianza con una filosofía del ser. La Iglesia no es un producto de la Escritura, sino a la inversa: “la Biblia es católica” (181s, 82ss) y sólo mantiene su sentido propio en la Iglesia católica. El Concilio no padece de “escriturismo”. Es necesario liberarse del historicismo y del racionalismo concomitante. Entonces, además de leer la Sagrada Escritura según su propio espíritu, se podrá también hacer una teología de la creación que no le hurte a Dios el ser y la naturaleza de las cosas, confinándolo en el supuesto campo cerrado de la historia (86s y 98). Cuando el ser es visto como portador de una marca divina, también la Iglesia puede ser vista y vivida como sacramento.
2. La Iglesia ha de “abrirse al mundo” para evangelizarlo, no para perderse en él. La Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo: no es una sociedad humana más, ni un “pueblo” en sentido meramente sociológico o étnico. La Iglesia es, ante todo, “sacramento” de Dios en el mundo. Es necesario avanzar en la comprensión de la Iglesia como “misterio”, como realidad humano-divina, como institución querida por Jesucristo, a quien hace presente en el mundo a través de la sucesión apostólica y de los sacramentos (57, 65, 145s, 173-180). Sólo se puede vivir seria y gozosamente el “hoy de la Iglesia”, cuando es comprendida así, con el Concilio. Sólo así tienen sentido el episcopado, el sacerdocio y la vida consagrada.
3. La comprensión sacramental de la Iglesia - que el Concilio desea - no es posible si fallan dos elementos fundamentales de la teología católica, como ha sucedido; a saber: la eclesialidad y la alianza con una filosofía del ser. La Iglesia no es un producto de la Escritura, sino a la inversa: “la Biblia es católica” (181s, 82ss) y sólo mantiene su sentido propio en la Iglesia católica. El Concilio no padece de “escriturismo”. Es necesario liberarse del historicismo y del racionalismo concomitante. Entonces, además de leer la Sagrada Escritura según su propio espíritu, se podrá también hacer una teología de la creación que no le hurte a Dios el ser y la naturaleza de las cosas, confinándolo en el supuesto campo cerrado de la historia (86s y 98). Cuando el ser es visto como portador de una marca divina, también la Iglesia puede ser vista y vivida como sacramento.
Si los tres pilares fundamentales aludidos en los párrafos anteriores están suficientemente firmes, entonces la moral de la persona puede valorar mejor el lenguaje del cuerpo (VII y VIII) y la moral social no caerá en la tentación de articularse entorno al error de que “la acción es la verdad” (205). Entonces, la catequesis será capaz de ofrecer el núcleo permanente e irrenunciable de la fe. Entonces, la liturgia será “la fiesta de la fe” en la que, ante todo, se celebra y vive “el misterio de la acción de Dios en la Iglesia” (133). Entonces, nos podremos empeñar en una “verdadera reforma” de la Iglesia (61) y, al mismo tiempo, recuperaremos el aliento misionero, para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (220).
Un sencillo y provechoso homenaje a Benedicto XVI, en la hora de su muerte, sería leer o releer su Informe sobre la fe. Primero, por agradecerle esta profecía luminosa, cuyo armazón teológico ha manifestado una gran solidez con el paso del tiempo. Es un libro que nos refresca los criterios básicos para orientar bien la vida cristiana y la obra de la evangelización. Segundo, porque su lectura permite comprender las raíces y las razones que han guiado importantes desarrollos pastorales y magisteriales del pontificado de su predecesor y del suyo propio: la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica y de documentos como Veritatis splendor, Fides et ratio, Dominus Iesus, Ecclesia de Eucharistia, Deus caritas est, Spe salvi, Summorum Pontificum, etc. Todo este camino de recepción del Concilio, se halla nuclearmente en germen en este libro, sin duda histórico, obra de un lúcido profeta y buen pastor valeroso, a quien Dios tenga en su seno.
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