Al niño curioso que preguntaba en catequesis por qué se dice «la Asunción» de la Virgen, mientras que de Nuestro Señor se dice «la Ascensión», le respondían diciendo que la diferencia está en que a la Virgen la llevaban los ángeles. Se manifestaran o no las criaturas angélicas, asistirían, sin duda extasiados, al prodigio hermosísimo de su glorificación corporal ─que en esto consiste la Asunción─. Sin embargo, una vez dotada de las propiedades de la Resurrección, María no necesitó del concurso de los ángeles ni de milagro alguno para el traslado material que sus íntimos contemporáneos pudieron contemplar, sea en Éfeso o en Jerusalén ─las dos ciudades que se disputan el último suspiro terrenal de la Virgen─. Todo ello no fue más que la redundancia de la gloria del alma en su cuerpo, especialmente la de dos de las cuatro dotes de los cuerpos resucitados que los teólogos llaman agilidad ─para el movimiento rápido, con la velocidad del pensamiento, al punto del imperio de la voluntad─ y claridad ─para reflejar la hermosura, siempre rebosante, de la Belleza Divina─. Además, a partir de ese instante, María era impasible en su cuerpo glorioso ─ya no sufriría más quebranto, ni dolor, siendo para siempre incorruptible─, gozando de la sutilidad del mismo al haber sido total y perfectamente espiritualizado.
Estas cuatro propiedades, asumidas incluso por el Catecismo del Concilio de Trento o Catecismo para los párrocos de san Pío V, nos ayudan a comprender un poco más aquello que san Pablo enseñó a los corintios. Así lo leyó la tradición de la Iglesia: cuando el Apóstol de las Gentes les explicó la Resurrección, les habló de «incorrupción», de un «cuerpo espiritual», de «poder» frente a la debilidad y de «gloria» frente a la vileza (cf. 1 Cor 15, 40-44). Así tendríamos, respectivamente, impasibilidad, sutileza, agilidad y claridad. Propiedades que fueron verificables en Jesucristo Resucitado, analogado principal de la resurrección de los cuerpos, puesto que «Jesucristo reformará nuestro cuerpo miserable para hacerlo conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3, 21). Los relatos de las apariciones son claros. La Resurrección de Jesucristo no es una vuelta a la vida mortal, como Lázaro, sino que Cristo «resucitado de entre los muertos, ya no muere más. La muerte ya no tiene dominio sobre Él» (Rm 6, 9). No es un fantasma que se aparece, sino que son su carne y sus huesos, Él en persona, que para convencer a los Apóstoles se pone a comer (cf. Lc 24, 36-43). Y así, impasible para siempre, entra a la cámara de sus discípulos estando las puertas cerradas, con una capacidad nueva, sutil, que las configuraciones físicas que conocemos impedirían. Recorre largas distancias, visitando acá y acullá a los suyos, con una agilidad que no es de este mundo. Y deslumbra a los guardias con una claridad que resplandece como en el Tabor. Y, si resucitamos a imagen y semejanza de Jesucristo, estas cuatro propiedades están prometidas a los bienaventurados.
Todo esto pudiera parecer elucubración reservada a los peritos en materia teológica. Sin embargo, nada más preocupante para el hombre moderno que estos temas. Nunca como hoy se ha invertido tanto dinero en la salud y bienestar de los cuerpos, en evitar sufrimientos anejos a enfermedades o en intentar alargar la vida ─al morir con 80 u 85 años ya se dice: «todavía era joven»─. Sin saberlo, desean la impasibilidad de los resucitados. Nunca como hoy se lamentan los que por el peso de los años ya no mandan sobre su cuerpo como antes y se procuran paliar los efectos seniles a toda costa; incluso se consumen, en cantidades desorbitantes, fármacos que contengan la desestructura psicológica que deviene a los que, sin virtud, van encajando los envites y embates de la vida. Sin saberlo, desean la sutileza de los resucitados. Nunca como hoy se viaja por el mundo, rompiendo fronteras, antes inaccesibles para el común de los mortales, a la vez que se confiesan las inconmensurables distancias galácticas del cosmos, insalvables para nuestras impotentes fuerzas; o sufren las abuelas por la marcha de sus nietos al extranjero, teniéndose que conformar con un pantallazo sustitutivo de un abrazo. Sin saberlo, desean la agilidad de los resucitados. Y nunca como hoy se gasta en centros de belleza, peluquerías, e incluso en quirófanos de estética, gracias a los cuales se autoengaña la que hace tiempo quedó marchita de lozanía y de limpia hermosura. Sin saberlo, desean la claridad de los resucitados.
Esos anhelos mundanos que van conquistando cada vez más mentes parece que responden a un golpe orquestado por el misterio de iniquidad, falseador de la realidad, que prepara el reinado del anticristo, necesitado de aspiraciones sustitutorias por las que luchar. Por eso, una vez más, se cumple la antigua antífona del oficio: Gaude, Maria virgo: cunctas haereses sola interemisti in universo mundo. Ella posee en grado sumo dichas perfecciones que alcanzarán los predestinados. Ella, por tanto, nos enseña nuestro verdadero fin por el que combatir, revelándonos los engaños del siglo, porque Ella, por privilegio especial, ya lo ha alcanzado, ya está terminada, ya está asunta. Si «Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor, porque lo antiguo ha pasado» (Ap 21, 4), María, la Reina de los mártires, sobreabundantemente recibirá, como premio a sus dolores, los gozos de la perfección corporal impasible. Si «se siembra un cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44), cómo será el de María, maravillosamente sometido a su alma, siempre pronto y penetrante en todos sus sentidos. Si los fieles «echan alas como de águila, y vuelan velozmente sin cansarse, y corren sin fatigarse» (Is 40, 31), cómo será María, insuperable en sus operaciones alimentadas por el fuego de la caridad, que cuidará personalmente de todos sus hijos en el Cielo, siendo estos una «muchedumbre inmensa, que nadie puede contar» (Ap 7, 9). Y si «los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 43), cuál no será el fulgor de María, ya que «una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna, otra la claridad de las estrellas. Y una estrella se diferencia de otra en el resplandor. Pues así en la resurrección de los muertos» (1 Co 15, 41-42).
Alégrate, María Virgen: tú sola destruiste en el universo mundo todas las herejías. Alégrate, ¡y alégranos! en este valle de lágrimas, tú que nos enseñas a abrazar nuestras cruces para llegar a la gloria impasible. Alégrate, ¡y alégranos! a los que estamos hechos partes, cuando nos fallen las fuerzas, tú que viviste esclava de la Voluntad de Dios. Alégrate, ¡y alégranos! sacudiendo nuestra pereza y comodidad, tú que fuiste a prisa a la montaña, buscando a los que te necesitaban. Alégrate, ¡y alégranos! tú que cumpliste el deseo de tu Hijo de que brillase así, por la caridad, tu luz ante los hombres, sin esconder tu lámpara ni ocultar tu ciudad.
¡Gózate, asunta a los Cielos en cuerpo y alma, predecesora nuestra, intrépida adalid que abres sendas nuevas y eternas tras el Divino Capitán! ¡Haznos gozar, al contemplar en ti, lo que un día nosotros podremos alcanzar!
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