Labios que alientan con su palabra
Lo decía el viejo sabio cuando, con tono irónico y una pizca burlón, miraba en su derredor para decir de los dioses falsos con hechura de manos humanas: tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, no hay aliento en sus bocas (Sal 135). Le permitía presentarnos al verdadero Dios con ojos que se ensimisman en sus hijos, con oídos que escuchan nuestros latidos, y con unos labios que alientan palabras verdaderas que nunca engañan.
¡Qué hermoso poder sabernos abrazados por un Dios con esa entraña! Que no hay nada mío, por perdido y extraviado que parezca, que no pueda ser oteado cada mañana por unos ojos que desean mi regreso a casa desde las intemperies más insospechadas. Que no hay sordidez mía que no pueda ser escuchada por más que sean torpes mis hechos y palabras. Que no hay silencio mío que acallado me deja por dentro y por fuera, que no rompa su mudez una palabra tierna y veraz que se me acampa en los descampados del alma. Así es nuestro Dios bendito. Así sus ojos, sus oídos y su palabra.
Y de la Palabra se trata. Porque el tercer domingo de este año que comienza está dedicado a ella. Lo estableció el papa Francisco en 2019. ¿Cómo podemos acercarnos a la Palabra para que su escucha pueda abrazar de veras nuestra vida concreta y fructifique en un cambio del corazón, en un encenderse la esperanza? Hemos de leer la Biblia entablando una conversación con Dios, como se hablan los amigos, pues eso era para Santa Teresa la oración: un trato de amistad con quien sabemos que nos ama. Ahí tenemos su mensaje único y precioso con el acercamiento de su Palabra a mis silencios orantes, poniendo luz en mi oscuridad y bálsamo en mis heridas, mientras me dice al corazón lo que ha querido Dios reservar para los pobres y los sencillos, como dijo Jesús en una de sus más bellas oraciones al Padre (cf. Mt 11, 25), revelándonos de alguna manera su más querido secreto filial.
Pero no podemos ponernos a la escucha de esta especial Palabra como quien oye llover o como quien se pierde en el murmullo de rumores ruidosos. Decía el papa Francisco cómo es esta Palabra distinta, única y bienaventurada, porque «en medio de tantas palabras diarias, necesitamos escuchar esa Palabra que no nos habla de cosas, sino de vida». Sí, es una Palabra que pone vida en mi camino, que abre sendas en mis intrincados vericuetos, que indica puertas en mis callejones sin salida.
Pero hay de dedicar tiempo y espacio a la Palabra de Dios en medio de nuestras labores diarias como nos sugiere el papa Francisco: «Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad, que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida». Y con el mismo deseo nos invita: «No renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por aquel que nos conoce como nadie más. Leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios; no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos abrirlo cada día, si es posible al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios. Para poder hacer esto, pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de desconectar el móvil y abrir el Evangelio». Porque Dios tiene labios que nos hablan.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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