Cambian los escenarios, se suceden los años y los días, pero hay en el fondo una certeza indómita y rebelde que nos impone la imperiosa necesidad de que alguien encienda una luz de esperanza, de que suceda algo nuevo y diverso que nos ponga en danza la espera. Nuestro momento adolece de no pocas penumbras, en algunos casos verdadera oscuridad que ensombrece el presente y el futuro de demasiadas personas.
Estamos de estreno en un año nuevo cristiano que acaba de empezar. Nos volveremos a empapar de unas lecturas y signos que son la habitual compañía de este tiempo de Adviento. Pero para poder entenderlo deberíamos sacudir una cierta inercia de creer que no estamos ante nada nuevo, ante algo que nos re-que-te-sabemos-ya. Sin embargo, para aquellos primeros que esperaron a quien se espera en el Adviento, una desazón anhelante vibraba como grito en su garganta: necesitaban algo nuevo, Alguien nuevo. Necesitaban abrazar una novedad que les arrebatase de sus zafiedades vulgares, de sus encerronas sin salida, de sus dramas insolubles, de sus trampas disfrazadas, de sus odios y tristezas; Alguien que no juga-ra con sus crisis, y que pudiera solventarlas o les ayudase a vivirlas.
Así andaban... aquellos buenos hombres, hace ahora casi 2000 años. Sus ojos, cansa-dos de mirar vaciedades; sus oídos hartos de escuchar verdades de cartón-piedra; y sus corazones, ahítos de seguir y perseguir una felicidad fugitiva, eran suficientes razones y representaban sobradamente la experiencia de cada día, como para esperar algo nuevo, Alguien que de verdad fuese la respuesta adecuada a sus búsquedas y anhelos. Era el primer Adviento. ¿Pero cómo es nuestra situación personal y social? ¿Cabe esperar a Alguien que en el fondo esperan nuestros ojos, oídos y corazón... o tal vez ya estamos entretenidos suficiente-mente como para arriesgarnos a reconocer que hay demasiados frentes abiertos en nosotros y entre nosotros que, precisamente, están reclamando la llegada del Esperado? Nosotros, dos mil años después tenemos necesidad de vivir con realismo cristiano la fiesta de la Navidad y el tiempo que litúrgicamente la prepara.
Cuando miramos por el ventanal de la terca realidad, vemos que las mismas cuestiones corregidas y aumentadas hacen que Él siga encarnándose. Porque necesitamos que el Salvador ponga fin a todos los desmanes que manchan la dignidad del hombre e insultan la gloria de Dios: esa lista de horrores y errores que nos sirven cada día los medios de comunicación en sus secciones de sucesos (y en las de economía, y en las de política, y en las de cultura, o educación, o sanidad).
En este tiempo de gracia que es el Adviento, Dios nos vuelve a poner delante la invitación a esperar: tú que gritas, que sufres, que dudas, que te lamentas, que intuyes la falsedad de tantos progresos pero que no aciertas a encontrar la verdad del verdadero...; tú que tienes tanto sin resolver en ti y entre los tuyos... ¡espera al Salvador, canta “ven, Señor”! Atrévete a hacer la lista de todas tus imposibilidades, de todos tus límites y desesperanzas. Dios las abraza, las toma en serio, las reviste de posibilidad.
Como desierto que florece, como pedernal que gotea, como yermo habitable; como espadas que se transforman en podadera y lanzas que se usan para arar; como anciana que engendra al hijo toda una vida esperado o como virgen que concibe en su vientre sin conocer varón... así Dios quiere también hoy, aquí y ahora, en mí y entre nosotros, hacer posibles todos nuestros imposibles, como lo hizo en María. Volver a acampar su Palabra en nuestro terruño de penas y exterminios, para hacerlo fértil y feliz. Es posible. Y esto es lo que pone nombre a nuestra espera, esa que llena de luz nuestra esperanza en este momento de la vida.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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