Yendo hacia Jerusalén, diez leprosos encuentran a Jesús. Según las prescripciones del libro del Levítico debían mantenerse a distancia y gritar “¡impuro, impuro!” En cambio, lo que hacen es gritar una súplica invocando el nombre de Jesús. Él no los cura inmediatamente sino que, llenos de lepra, los envía a los sacerdotes, que debían certificar su curación. Pone a prueba su fe, como había hecho el profeta Eliseo con Naamán, el sirio. Igual que en aquel caso, la curación adviene porque obedecen la palabra de Jesús.
El relato no dice el nombre de ninguno de los leprosos. Sólo más tarde, para sorpresa de todos, se revela que el único que, viéndose sanado y reconociendo que su curación era una gracia de Dios, volvió para darle gracias, era un samaritano.
En Jesús encontró a Dios mismo que salva. A Dios debemos dar gracias y alabarlo por lo que hace en nosotros, por sus dones, por su salvación. La experiencia personal de Dios, despierta en el hombre una gran conmoción.
Los diez leprosos nos representan a todos nosotros, que somos pecadores. Esa lepra es el símbolo de un corazón amargado, siempre lleno de ira, sin alegría, distante de los demás. El pecado es repulsivo. El profeta Ezequiel había transmitido una promesa de Dios: “¡os daré un corazón nuevo!” Esa promesa la ha cumplido Jesús, que nos purifica con un agua pura y cargando con nuestros pecados subió a la cruz en Jerusalén. Allí, en el Gólgota, fue torturado y, desfigurado, no parecía hombre, como uno ante quien se vuelve el rostro. Como un leproso… para librarnos de nuestra lepra.
Los diez leprosos fueron curados yendo a presentarse a los sacerdotes en Jerusalén. Fueron curados porque siguieron el camino que Jesús les indicó. También nosotros, para ser curados, debemos recorrer el camino de Jesús hacia Jerusalén, hacia la cruz de Cristo. Pero de todos esos que experimentaron la acción poderosa de Dios en Jesús, sólo uno vuelve agradecido. La curación completa y radical es la "salvación". La fe sin gratitud está incompleta, no alcanza a vivir la salvación. Sólo a ese le dice: “¡tu fe te ha salvado!” El leproso samaritano interioriza su curación, vuelve con todo su corazón nuevo al encuentro con el Señor. la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
La fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: "¡gracias"!
Seamos como aquel samaritano, considerado un extranjero, pero que recibió la curación con agradecimiento. Vivamos el camino de nuestra vida como un camino de salvación, con perfecta alegría, con paciencia y un corazón nuevo y agradecido.
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