Hace unos años el cabildo de capitulares de Oviedo visitó la Parroquia de San Félix de Candás, que custodia el Santuario del Santísimo Cristo. Pudieron orar y luego disfrutar del magnífico retablo churrigueresco en cuyo centro está enclavado el Redentor; de la muestra de orfebrería o de la coqueta capilla románica, origen de la devoción de los candasinos. Y, sin embargo, lo que más les llamó la atención fue la disposición del presbiterio, donde se encontraron el altar completamente desnudo, excepto una sencilla sabanilla. Esto, que no debería ser la excepción sino lo normal, evidencia la necesidad por parte de los fieles que colaboran y participan en la ornamentación ordinaria de los templos y en liturgia parroquial, de un necesario y mayor conocimiento y sensibilidad en el desempeño de esas tareas y de lo que el altar significa, incluyendo muchas veces por carencias o indiferencias a algunas/os religiosas y sacerdotes.
Cuando uno entra en un templo se entiende que busca un momento de oración, de estar con el Señor; con aquél que fue semejante a nosotros en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por ello encontrarse con un altar con el mantel sucio, con el cartel del "Domund" del año pasado colgando y pegado con esparadrapo, las velas casi agotadas, el misal encima de éste abierto, las vinajeras apiladas, el micrófono inhalámbrico, la agenda de intenciones, el paquete de clinex, el cristal para que las flores no manchen, el mando a distancia para la musiquita "en lata", el tiesto de geranios que regaló "la Remedios", etc... a mi modo de ver ayuda poco al recogimiento y ofende a la estética y sensibiliad más elemental que debemos tener por una parte tan fundamental en un templo. ¿Por que se llega a esto?
Hay respuestas para todos los gustos -y disgustos-: la del cura "enrollado" o la del indiferente ya la conocemos: ''lo importante es quererse'', ''nadie es perfecto'', "que más dá...", "lo tengo todo más a mano"...
La palabra de Dios nos presenta el sentido explícito de la importancia y relevancia del altar en la entrega de Cristo hijo de Dios, que actualiza la entrega de Isaac hijo de Arahám. Pero hay dos grandes diferencias, la primera que el sacrificio del primogénito de Abrahám no se consuma, ya que Dios intervino por medio del ángel al quedar probada la fe del patriarca, mientras que la de Cristo se consumó hasta la última consecuencia. En segundo lugar en la ofrenda de sí mismo; Jesús no sólo suple a la víctima expiratoria sino que lleva a la perfección plena su entrega al ser al unísono el que se ofrece (el Hijo), el que lo ofrece (el Padre y Él mismo que acepta su voluntad sin reservas) y sobre lo que se ofrece (su cuerpo). Algo que recuerda la liturgia en el prefacio V de Pascua al cantar que: ''Porque Él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar''. No es pues baladí la importancia y respeto que se debe al altar, por lo que conductas o respuestas como las "tipo" son absolutamente reprochables.
La veneración del altar por parte de los sacerdotes sólo se entiende en primer lugar por la convicción de que Cristo esta vivo, pues la Eucaristía no es sino la fiesta de la Pascua del paso del Señor de la muerte a la vida. El altar representa al mismo Cristo que se queda con nosotros a través del pan y del vino, en torno al cual nos reunimos para compartir su palabra, en la que nos nutrimos para el día a día y donde la Iglesia encuentra su fuente y culmen.
El altar es un enlace entre el cielo y la tierra, entre Dios que escucha a su pueblo y los fieles que le ruegan, le ofrecen, dan gracias... El Señor viene a nosotros, se hace presente por la consagración sobre el ara de la mesa de su sacrificio. La OGMR nº 296 nos habla de las dos funciones de este lugar, por una lado el culto divino y por otro la santificación de la humanidad; es decir, la salvación de cada alma que constituye ese gran pueblo redimido por la Sangre de Cristo.
No sólo nos acercamos al altar para la misa, también cuando se reza la liturgia de las horas; es decir, la oración oficial u oficio divino de la Iglesia se hace en torno al altar, por ser celebración litúrgica. Por ello, encendemos también las velas que nos recuerdan que estamos en presencia del Altísimo; hacemos venia al altar al incoar el gloria y si preside la oración un sacerdote inciensa el altar durante el canto evangélico.
Al pie del altar presentamos a los niños que van a ser bautizados, a los difuntos que despedimos y por los que celebramos el Santo Sacrificio; los novios contraen matrimonio ante sus gradas; los sacerdotes reciben la ordenación... siempre en torno a la cena en la que Jesús se parte y reparte para nosotros los creyentes, manteniendo viva nuestra fe.
Otra realidad relevante que presenta el altar para respetarle profundamente y no convertirlo en una mesa de despacho o en una "mesa auxiliar" es que no puede ser utilizado sin haber sido consagrado previamente (CIC 1237), y esto es competencia exclusiva del obispo, que solemniza el acto y el uso exclusivo al que se destina.
Hacía antes alusión a las monjas, y es que en sus iglesias conventuales o capillas de comunidad han de cuidar de forma primorosa estos detalles; lo hacen de forma exquisita, en general. Los religiosos/as están muy familiarizados con la realidad del altar, pues al igual que la mesa del banquete, ellos también se reservan únicamente para Cristo.
En muchas congregaciones religiosas se acostumbra a que profesas y profesos firmen sus votos solemnes sobre el altar, y no deja de ser esto el referente para toda una vida, que no va ser otra cosa que esa piedra viva por la que Cristo pueda hacerse presente a los demás y a uno mismo. También los párrocos, al tomar posesión de la parroquia, firman sobre el altar el compromiso de pastorear en comunión con la Iglesia la comunidad a ellos confiada, signo de un desposorio con su comunidad para la cuál ha de ser modelo y referente; presencia viva del mismo Maestro en nombre del cuál actúa.
San Francisco de Asís decía: ''el hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el cielo entero debería conmoverse profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote''. Ante esta realidad, ¿no será necesario replantearse también el respeto y buen decoro hacía el lugar donde el mismísimo Señor se hace presente cada día?...
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