Escribo estas líneas desde Tesalónica, en Grecia, donde me encuentro acompañando la peregrinación diocesana siguiendo los pasos de San Pablo. Otras veces hemos ido a Tierra Santa. Esta vez es el mensaje del Apóstol el que estamos profundizando siendo peregrinos de su impresionante testimonio cristiano que nos ha dejado como preciosa herencia.Queda muy atrás aquella cultura tan llena de sabiduría, tan rica en arte, en donde filósofos de la primera línea, poetas y escritores, juristas, atletas, estrategas de la milicia, y mucha gente buena, levantaron aquel imperio cultural que se rinde ante nosotros cuando contemplamos sus ruinas. Tesalónica, Corinto, Filipos, Atenas, Éfeso, Galacia… fueron algunos de los escenarios por donde pasó Pablo, el Pablo cristiano que no podía dejar de anunciar a Cristo hasta el lamento más sincero si dejaba de hacerlo: ay de mí si no evangelizare.
El encuentro con Cristo en aquel camino de Damasco no cambió la personalidad de Pablo. Con todos sus límites y con todas sus posibilidades, su encuentro con el Señor cambió el destino de sus muchos talentos. Ya no era perseguir a cristianos con indomable intolerancia, sino saberse su hermano abrazando a todos por amor a Cristo. Todos tenemos un camino de Damasco en el que descabalgar nuestros desvaríos sin renunciar a como Dios nos ha hecho. ¡Cuántos de nosotros con nuestro temperamento calmo y suave nos hemos quedado pasmados cuando había tanto que hacer o decir a nuestro alrededor! ¡Y cuántos, también, con nuestro temperamento fogoso y explosivo hemos terminado siendo incluso violentos! Y no tiene nada de malo la suavidad o la fogosidad, cuando las ponemos al servicio de Dios y de los hermanos.
El punto determinante para Pablo no fue que se cansó de sí mismo, que se asustó de su deriva o que otros le convencieron, sino aquel encuentro con el Señor que hizo de aquel instante un nuevo nacimiento. Con docilidad siguió lo que Cristo le decía, lo que los demás apóstoles le pidieron, y ya convertido al Señor en su Iglesia, dejó correr con toda fuerza su espíritu misionero.
Se le hizo pequeño aquel mundo pequeño, y recorrió las vías comerciales y culturales de aquel Imperio romano y griego. No perdió ocasión para anunciar a Jesucristo de tantos modos: en el testimonio de su valor sin miedo a naufragios, cárceles, falsos hermanos y algún bandolero; en el humilde ganarse el pan en aquello que sabía de oficio curtiendo cueros para no ser gravoso a nadie; en la inteligencia con la que supo dialogar con filósofos y poetas para narrar a Cristo en medio de sus ideas y sus versos; en su amor a Jesús, amado más que a sí mismo, amado en todos sus fueros y en todos sus adentros.
Saber de quién nos hemos fiado, saber que Él nos ha hecho capaces para la llamada y la encomienda que nos ha confíado, saber que todo es nadería en comparación con la riqueza de Cristo, saber que cuando somos débiles es entonces cuando Él nos hace fuertes. Recorriendo estos lugares, leyendo y celebrando en estos lares sus epístolas y sus lances, deseamos que el Apóstol nos acompañe en el camino que nos lleva por donde andamos, en las faenas en las que estamos y con la gente con la cual caminamos. Sea cual sea nuestro Damasco, o los mil vericuetos de nuestros viajes a través de los avatares de nuestra vida, en todo ello nos encontramos con Cristo, con los prójimos que Él ha puesto a nuestro lado, y las circunstancias que determinan nuestra andadura.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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