Mencionábamos la semana pasada a Felipe IV como padre natural del obispo de Oviedo, Alonso Antonio de San Martín (al igual que tuvo entre 20 y 35 hijos bastardos más, sumados a los 12 legítimos, aunque solo dejó un heredero varón, el enfermizo Carlos II, “el Hechizado”). Fue Felipe IV quien reemplazó la comunidad benedictina que tuvo el santuario de Covadonga, creando el Colegio Secular de Canónigos Agustinos. Creció el número de canónigos y se les aumentaron sus dotaciones económicas, pero se les obligó a vivir en Covadonga, pues habitualmente lo hacían en La Riera. El rey se quedó para sí una de estas canonjías a la que se llamaba “canonicato manco”. La abadía tenía 3.000 ducados de rentas y los cinco canónigos percibían 800 ducados. Cuenta Pascual Madoz que en este tiempo se levantaron once casas, seis para canónigos, cuatro para dependientes de la iglesia y una para los peregrinos. El mesón se dedicó para albergue y casa de comidas de romeros, pues utilizaban como tal la colegiata, a la que muchas veces se la conocía como casa de novenas. En 1681 el cabildo se escandalizaba de que los devotos que visitaban la iglesia de la cueva, “llevados por la devoción que tienen con la Santa Imagen, con los fierros de los bordones rompen y quiebran piedras de la peña”. Los bordones eran los palos -más altos que una persona- con punta de hierro, y esas pequeñas piedras las llevaban como devoto recuerdo, a modo de amuleto.
Óleo de Francisco Reyter (1776), un año antes del incendio.
Y ¿qué fue del sacristán? Pues por simular el “milagro” fue condenado, y acabó sus días remando en las galeras del rey, “purgando su falsedad”, añade Canella. Nos preguntamos ¿embarcaría al año siguiente (1784) en alguno de aquellos navíos de 64 cañones?, ¿conocería Nápoles, Malta, Argel o siquiera Lisboa? Imaginarlo de galeote, bogando con otros cuatro condenados en el remo que se le hubiese asignado, nos apena y nos hace pensar en su desgracia, en su familia y en Aquella a la que antes había servido en Covadonga (representada en la misma imagen que hoy se conserva y que había llegado apenas seis años antes al lugar). Porque la Santina habría perdonado la impostura del sacristán, como cualquier madre haría con un hijo, por muy desgraciado que éste fuese. En galeras murió el infeliz, y la historia de su vida seguro que daría para una apasionante novela…
La imagen del siglo XVIII sin vestiduras
Y hablando de cañones no olvidaremos en estas reseñas la popular y tradicional costumbre de las “salvas”, típicas de las grandes solemnidades de Covadonga, las cuales tomaban el monte Auseva como “cañón pedrero”, haciendo correr la pólvora con gran estrépito. El principal artífice de la nueva Covadonga posterior a la guerra civil, don Luis Menéndez Pidal (1896- 1975) recordaba haber visto alguna vez con gran espanto, durante las procesiones en honor de la que durante siglos fue conocida como Virgen de las Batallas, trozos de roca del Auseva proyectados sobre el horizonte al ser lanzados al espacio por la acción de las atronadoras descargas. De hecho, hasta 1936 se conservaron en la colegiata dos pequeños cañones de bronce –parece ser que británicos- con sus cureñas de cuatro ruedas, que eran utilizados para lanzar salvas desde la explanada, colocados entre las almenas de su cerramiento y mirando al monte Priena y la cuesta Ginés. Afortunadamente no se ha perdido del todo esta tradición -acomodada a nuestros días- y durante la procesión de cada 8 de septiembre, entre la basílica y la cueva, el disparo de numerosos y potentes cohetes evoca esos tiempos pasados. Esto tiene lugar ahora desde la explanada, pues hasta no hace tantos años se lanzaban desde las inmediaciones de la ahora injustamente “dormida campanona”, hasta que se provocó un incendio en la arboleda del Auseva en tan señalada fecha, como muchos recordamos porque estábamos presentes.
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