En el curso que termina, he tenido la suerte de participar en el congreso internacional de Charis , el pasado noviembre en Roma, y en la Leadership Conference de Alpha en Londres este mes de mayo. En ambos compartiendo tiempo y espacio con un amigo de esos que visten hábito blanco, que ni era el Papa, ni era dominico.
El caso es que pude experimentar el interés y la atracción que el hábito generaba, ya fuera en el aeropuerto o la cafetería más refinada. Hasta el punto de llegar a creer que era una capa de invisibilidad, no para su usuario sino para los que estábamos alrededor de ella. Hasta que de rebote te caía un comentario de esos del tipo “qué mérito tu amigo” o “qué ejemplo” y cosas así. Mientras escuchaba eso asintiendo en silencio, sonaba en mi cabeza la melodía del grupo Un Pingüino en mi Ascensor, “el hábito no hace al monje pero favorece un montón” (Moda y meditación). Y me dio para pensar en qué momento de la historia de la Iglesia clero, consagrados varios, célibes múltiples, uniformes, ropajes alternativos y en especial los alejados de la vida corriente se convirtieron en el referente para ser un buen cristiano por encima del resto del pueblo fiel.
En los primeros siglos del cristianismo el modelo de cristiano a seguir eran laicos y las familias. No eran los religiosos, los monjes, las monjas o los ermitaños, que no existían. Ni la Iglesia eran sólo los curas o diáconos en general. Había un orden y funciones diferentes, pero los santos en la vida ordinaria eran quienes vivían en medio del mundo predicando la palabra, la buena noticia, profetizando, sanando enfermos y liberando espíritus. Los monasterios, como tales, no surgen en Europa hasta el siglo V, y los anacoretas y ermitaños como antecedente empiezan a aparecer en el siglo IV.
Durante los primeros trescientos años de cristianismo los cristianos viven en medio del mundo, y se entiende que son “santos” sin tener que buscar modos de vida extraordinarios aunque usando métodos que todavía hoy nos parecen extraordinarios. Las misas y asambleas son en casas de las familias durante toda esa primera época. Tampoco luego se plantea que para ser mejor cristiano o santo, haya que ser consagrado, religioso, ermitaño o cualquier otro modo de vida. Sin embargo va calando en el pueblo cristiano la errónea idea de que hay cristianos de primera y de segunda a lo largo de los siglos. Los primeros cristianos, padres y madres de familia, utilizaban todas las armas de la vida en el Espíritu.
-Vida de comunidad, iglesia doméstica, sentimiento y pertenencia activa a una comunidad donde sabes los nombres y las necesidades de tus hermanos, rezando y compartiendo testimonio en medio de una civilización pagana.
-Evangelización de tus vecinos desde la experiencia de encuentro personal y de alegría, liberación y esperanza.
-Conciencia de la gratuidad de la salvación que deriva en obras por amor. Sin olvidar que los únicos méritos y la salvación son de Cristo. Es la época de San Dimas, el santo súbito sin más obras que su fe en el último segundo.
-Y algo muy presente en todos los cristianos de a pie: signos y prodigios, carismas de sanación interior y física, profecías, palabras de conocimiento y oración de alabanza.
Si durante esos primeros trescientos años de cristianismo no hubo monjes ni monjas, ni órdenes ni congregaciones, ni templos, ni santuarios, ni monasterios, ni colegios cristianos, ni casi célibes o consagrados, ¿quiénes extendieron la fe cristiana? Los cristianos que vivían y trabajaban en medio del mundo con vida, palabra, signos, señales y milagros que les parecían lo ordinario. ¿Con presbíteros y diáconos? Sí, pero quienes llegaban a todos los rincones del imperio eran esos místicos en medio del mundo, carismáticos de la vida ordinaria, casados, padres y madres de familia, y con hijos por lo general.
Por otra parte, y al menos para mí, ha sido un descubrimiento saber que unos de los más eficaces propagandistas del cristianismo fueron personajes tan insospechados como los legionarios romanos. Uno se imagina a esos soldados que iban de un rincón a otro del imperio, portadores de novedades, y de entre ellos los conversos a la nueva fe, compartiendo con sus compañeros un encuentro personal con Cristo y sus prodigios en su vida. Seguidores de una fe proscrita, perseguida, o tolerada en el mejor de los casos. Imagina el impacto en sus compañeros de armas de ver que seguían a un judío ajusticiado por sus antiguos colegas, Longinos el de la lanza y compañía.
Nos han llegado de esa primera época sólo los nombres de los que fueron mártires, pero evidentemente que fueron muchos los que se contagiaron por esa novedad que cambió sus vidas. Algunos más conocidos como San Marcelo, nada menos que centurión de la Legio VII, allá por los años 250-298, casado con Santa Nona y padre de doce hijos. Los legionarios “rasos” San Román Romano (+258), San Teodoro de Amasea y Maximilianos de la misma época, San Sebastián (+288), San Expedito (comandante de la XII legión llamada la “fulminante”), los veteranos Julio y Tipasio, el también centurión Marino, el tribuno militar Andrea de Cilicia, incluso un general de la guardia imperial como Adrián de Nicodemo.
¿Qué nos impide evangelizar así en 2024, en el nuevo imperio pagano de Occidente?
Mientras me hago estas preguntas y termina el curso escolar, viviendo frente al mar en tierra donde no llegaron los romanos, veo los esforzados remeros del Rowing Club, dependiendo de sus propias fuerzas. Y junto a ellos, unos barcos de vela que son llevados por ese viento que no depende de ellos. Se dejan llevar. Y viendo desde mi ventana esas dos formas de vida, me ronda una idea en mi cabeza:
La vida ascética es como un barco remero sin velas, donde todo depende de ti, donde no hay sitio para los débiles, ni un momento de descanso. Tu eres el campeón que se salva y el perdedor que se hunde.
La vida en el Espíritu desde la gratuidad y la mística se parece más a un barco velero. Es el viento ajeno a ti quien sopla. Tú abres las velas, pero es Ruah (el soplo de Dios) quien lo guía y lo mueve. Tu confías y te dejas llevar. Apto para todos los públicos.
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