(Atlántico Diario) Hay un vínculo interno que une imaginación, conocimiento y acción. Sin imaginación, sin mediación entre lo visible y lo invisible, entre el cuerpo y el espíritu, no hay acción. No nos sentimos movidos a intentar aquello que nos parece del todo “inimaginable”, absolutamente imposible de comprender o de realizar.
La Biblia concede una gran importancia a la imaginación. Baste mencionar el libro del Apocalipsis - plagado de imágenes-, que invita a ver el mundo de otro modo, con la finalidad de obrar concretamente en él para el bien. Se escribe en medio de los avatares que provoca la acometida del Imperio Romano contra la Iglesia naciente, persiguiéndola o relegándola. De las revelaciones y visiones que Cristo le concede, la Iglesia obtiene la fuerza para no sucumbir ante la amenaza del Imperio. Con imágenes se denuncia la idolatría imperial, que pretende usurpar el papel de Dios y exigir la adoración de sus súbditos. Pero nada puede impedir la irrupción de lo nuevo: la ciudad santa que descendía del cielo, con una “muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados”.
También las parábolas evangélicas, como observa Paul Ricoeur, impulsan a ver el mundo con ojos nuevos, reescribiendo la realidad y transformándola con el compromiso moral: recogiendo a los apaleados en los caminos del mundo, como el buen Samaritano; no dejándose deslumbrar por las grandezas efímeras, sino valorando lo pequeño, como la levadura que hace fermentar la masa o el grano de mostaza que se convierte en un árbol; en definitiva, sabiendo que se nos pedirá cuenta de los talentos recibidos y que el drama de la historia conocerá, al final, un momento de verdad y de justicia: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis…”.
La fe y la imaginación no pueden ni confundirse ni separarse. La fe no es la imaginación, pero se despliega como un tipo de imaginación, como visión y puesta en imágenes del mundo. La fe se hace así experiencia concreta. Imaginar de modo persuasivo aquello que creemos refuerza la credibilidad misma de la fe, ya que, como decía Julián Marías, no se puede, por ejemplo, desear la vida eterna sin imaginarla de algún modo. Ayuda asimismo a percibir al que cree como más convincente - ¡qué importancia tienen las vidas de los santos, tan fáciles de imaginar!- y favorece la profundización en la realidad para alcanzar su verdad.
Jesucristo no solo es el Verbo, la Palabra, el Logos, sino también la “imagen de Dios invisible”, como dice la carta a los Colosenses. La referencia a Cristo como Imagen conjura el riesgo del dualismo, que rechaza, con obstinación iconoclasta, la reconciliación de los opuestos – materia y espíritu, humano y divino- y defiende la apertura y el intercambio, sin mezcla ni confusión, de lo finito y temporal a lo infinito y eterno.
A la imaginación que se hace patente en la fe le corresponde, tal como subraya el teólogo Nicolas Steeves, velar por la utopía de lo posible, explorando lo que puede ser mejor, más verdadero y más bello, aportando “contra-imágenes” de alcance ético que desactiven lo que de inhumano está vehiculado por el imaginario mediático que, disfrazado en ocasiones con la máscara de la libertad, puede conducir tantas veces a la prisión del aislamiento egoísta y del mero triunfo de la fuerza.
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