El Viernes Santo es una de las jornadas más emotivas del año cristiano, donde recordamos el día de la Pasión y Muerte del Señor en la Cruz por y para nuestra salvación. Este segundo día del Triduo Pascual vivimos el luto, el desgarro, la noche oscura y el descenso a los infiernos, queriendo acompañar al Señor y a su Madre Santísima en estas horas de dolor, tribulación y llanto.
Es un día penitencial, de ayuno y abstinencia; un día que los creyentes debemos vivir austeramente, sin demasiados ruidos ni gastos; un día para el silencio, para vivir interiormente pasando por el corazón las sietes palabras que el Señor nos regala desde la cruz. En Viernes Santo queremos hacer nuestras las palabras de San Pablo: ''Pero puesto que nosotros somos del día, seamos sobrios, habiéndonos puesto la coraza de la fe y del amor, y por yelmo la esperanza de la salvación. Porque no nos ha destinado Dios para ira, sino para obtener salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo'' (1 Tes 8-9).
Para ayudarnos a profundizar este día nos servimos de la religiosidad popular, con el ejercicio del Santo Vía Crucis meditando cada una de las catorce estaciones, procesiones como la del Santo Entierro o del silencio con la Soledad, en las que queremos venerar a Jesús Yacente y consolar con nuestro acompañamiento a Nuestra Señora qué, afligida, llora la tortura y muerte de su amado Hijo. El rezo del Santo Rosario acompaña siempre a María, pues con esta oración nos unimos más a la Madre.
No es un día sólo para rememorar tristes recuerdos, sino grandes, importantes y hermosos acontecimientos como son nuestra salvación y el nacimiento de la mismísima Iglesia; un día para no sólo adorar la Cruz, sino tomar conciencia de que en Ella están nuestros pecados clavando al Hijo de Dios. Jesús Crucificado es el centro del Viernes Santo, en el que manteniendo una antiquísima tradición la Iglesia no se celebra la eucaristía ni sacramento alguno a no ser la confesión, incluso los difuntos son sepultados, pero su funeral no puede ser celebrado hasta el lunes de Pascua.
En el Oficio de este día además de la veneración de la cruz redentora, la liturgia de la Palabra gira en torno al hecho de la entrega de Cristo en el Calvario, proclamando la Pasión según San Juan. En la oración universal pedimos por las realidades de la Iglesia y de nuestro mundo, sus esperanzas y preocupaciones, sus aspiraciones y deseos, sus penas y anhelos... A la sombra del leño redentor nos situamos todos y cada uno de nosotros abrazando espiritualmente la Cruz y buscando confrontar nuestra propia cruz con la suya, nuestros dolores con los suyos, y nuestras lágrimas con las suyas. El madero santo no es sinónimo de oscuridad; al contrario, es faro luminoso que disipa las tinieblas de nuestro mundo, y que nosotros por nuestros propios medios no logramos eliminar.
La fe y la razón nos dice que ha muerto, y así fue, pero hay algo que seguramente tranquilizó a María en aquellas horas de dolor y angustia, y que nos dice interiormente que ha muerto para no volver a morir, sino para vivir ya de una vez para siempre cuando se cumpla al tercer día la promesa anunciada. No le abandonamos ni tiramos la toalla por verle sepultado, sino que aún en estas horas de silencio e incertidumbre queremos permanecer fieles al único Fiel hasta el extremo. Nos iluminan las palabras de San Pedro que entendió en aquel momento lo que no entendió por el camino, y que aportan sosiego a nuestra alma turbada ante la crucifixión y muerte del Señor: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu” (1 Pe, 3: 18).
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