«Tomad y bebed todos de él», dijo el sacerdote que presidía la Misa, y, en ese instante, sonó la alarma de un teléfono móvil.
Stop en la consagración. Paró la Misa. Los concelebrantes se quedaron con las manos en suspensión, extendidas hacia el cáliz. El que trataba de establecer contacto con alguno de los que estaban en el templo a esa hora insistía, erre que erre. El presidente de la asamblea litúrgica decidió que la Misa no podía seguir adelante con aquella tabarra, porque música no era, pitidos tampoco. No sé definirlo. Algo como acuático.
Tenía que ser el celular de un cura, porque, cuando es el de un fiel, éste se pone inmediatamente nervioso e intenta apagarlo a toda prisa, pero la pantalla táctil no reconoce, en ese trance de apuro, las líneas digitales que la golpean. Al final, abandona, azorado, la iglesia.
Ciertamente debía de ser de uno de los curas presentes. Mas ¿de cuál? Pero, nada, no había modo de saberlo, ya que el dueño del aparatejo no movía ni un músculo. Ni del rostro, ni de los brazos, ni de las piernas.
En ocasiones como ésa suele ponerse cara de póker, a ver si así, al igual que cuando se le escapa a alguien una ventosidad, se diluye la culpa entre todos los asistentes. Es preciso decir, no obstante, que quienquiera que fuese, el sujeto vale para agente secreto. Esas estrategias de disimulo y de despiste son las que algunos gobiernos enseñan a niños, seleccionados desde los primeros días de su vida, para que, cuando sean adultos, ejerzan de espías.
Al cabo de un rato, cuando la intempestiva cantilena cesó, pudo proseguir serenamente la Misa. No me extrañaría que el cura del móvil, si es que era un concelebrante, fuese de los que arremeten desde el púlpito contra los actuales hábitos humanos de dependencia de cachivaches.
Los curas ¿por qué no dejan los celulares en la sacristía, o los ponen en modo silencio, antes de salir a Misa? ¿O es que, si coincide la llamada con otra parte de la celebración que no sea la de la consagración, van a atenderla? ¿Tal vez aprovechando que todos estén rezando el credo nicenoconstantinopolitano, el largo, por ejemplo? No sería de extrañar porque ya se ha visto de todo.
Es en este tipo de cosas en las que se aprecia la edad avanzada del clero. Y de los fieles. No hay Misa en la que no suene un teléfono. Es el de gente ya mayor. A un adolescente o a un joven no le sonará jamás, estando incluso todo el tiempo pendiente de él, pues sabe cómo hacer para que no se oiga. Ni siquiera la vibración.
Lo que adolescentes y jóvenes, en cambio, no pueden evitar es el que la luz de la pantalla no brille en una sala de cine. Entre las palomitas, el kétchup o la mostaza de los perritos calientes y las luciérnagas de los móviles no hay quien pueda estar relajado viendo una película. Wasapean todo el tiempo, mastican el maíz quebrándolo con ruido, es decir, ronzan, hacen partícipes a los espectadores de cuándo han llegado al fondo del barreño, que no vaso, de Coca-Cola, por la vehemencia con la que sorben por una pajita los residuos del refresco, y, además, hablan. Es preciso añadir que hay adultos que tampoco hacen mal todo esto. El hedor del kétchup o de la mostaza pertenece a otra gama de percepciones sensoriales, no a las auditivas.
En fin, que, después de todo, me quedo con los curas. Hasta con aquellos a los que les suena el teléfono durante la consagración. Y mi felicitación a las personas que gozan de esa magnífica puntería, la de acertar, desde sus casas, con ese momento de la Misa ¡Qué sincronía!¡Qué telepatía!¡Qué sinestesia! Llaman, por lo general para nada, no antes ni después, sino en el minuto exacto: «Tomad, comed», «Tomad, bebed».
Con un poco de perfeccionamiento, el celular podría llegar a suplantar, a distancia, a la campanilla de la elevación. He de averiguar si suena también, durante la oración comunitaria, en las mezquitas y en las pagodas. En las sinagogas, al menos los sábados no. ¿Y por semana? Lo preguntaré.
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