Juan Carlos Mateos, director de la Comisón Episcopal para el Clero y los Seminarios de la CEE, profundiza en la figura del santo "que tanto amó a los sacerdotes"
(COPE) San Juan de Ávila, cuya fiesta litúrgica hoy celebramos, tuvo una atención especial a los sacerdotes y una generosa dedicación a su formación, ya que en ellos veía todo “su mundo” pastoral. En sus escritos, uno se percata de las constantes alusiones a los sacerdotes, que con el paso del tiempo hemos podido comprobar que han tenido una gran influencia en las escuelas sacerdotales de los siglos posteriores:
Los escritos sacerdotales del Maestro Ávila son las fuentes en que bebieron las principales escuelas de espiritualidad sacerdotal que a partir del siglo XVI fueron surgiendo en la Iglesia. Inicio el camino en España el cartujo Antonio de Molina, con su famoso y clásico libro, publicado a principios del siglo XVII, Instrucciones de sacerdotes, que en no pocos pasajes depende literalmente de textos del sacerdote de Montilla. Dos siglos y medio más tarde, San Antonio María Claret se considera admirador y deudor del Apóstol de Andalucía.
La Escuela sacerdotal francesa, que va desde San Vicente de Paúl a San Juan Eudes, pasando por Bourdoise u Olier, tiene su origen innegable en el Cardenal de Bérulle, que reconoce seguir las huellas de nuestro Santo Maestro.
En Italia, san Alfonso María de Ligorio es igualmente deudor de la doctrina sacerdotal de Juan de Ávila, como puede comprobar quien eche un vistazo a su obra Selva de materias predicables e instructivas para dar Ejercicios a los sacerdotes.
Como bien sabemos, a petición del arzobispo Guerrero escribió los dos Memoriales al Concilio de Trento para iluminar la reforma de la Iglesia. El primer Memorial, tiene como título Reformación del estado eclesiástico (1551), el segundo se titula Causas y remedios de las herejías (1561); describe, en el segundo, los errores del momento y propone las soluciones: confiar en la misericordia de Dios y vivir las exigencias evangélicas comenzando por los que más responsabilidad tienen en la Iglesia y en la sociedad. En las Advertencias al concilio de Toledo (1565-1566) aplica estas directrices a la realidad española.
Escritos sacerdotales
Destaca entre todos, el Tratado sobre el sacerdocio que nos ha llegado incompleto; recoge una abundante fundamentación bíblica y patrística sobre el ministerio e indica las líneas de renovación que hay que plantear.
Juan de Ávila fue un sacerdote de su época, comprometido en la tarea conciliar y posconciliar. Sus documentos de reforma dan fe de una amplia experiencia sacerdotal y una gran valentía. Los Memoriales al Concilio de Trento y las Advertencias al Concilio de Trento hablan de una reforma que señala muchos defectos personales y “sacerdotales”, pero Juan de Ávila siempre propone soluciones positivas, habla como un hombre de experiencia, ama a los sacerdotes y sirve a la Iglesia con desprendimiento y humildad. Este sentido de Iglesia le ayudó a hablar más claro y a estimular todo lo bueno en un aspecto totalmente constructivo.
En san Juan de Ávila, los escritos de reforma son escritos maduros (los elaboró ya enfermo en Montilla), pero toda su vida había ido por esa línea. Por eso había sido procesado por la Inquisición. Su amor a la Iglesia quedó acrisolado porque nunca se buscó a sí mismo. De la absolución del tribunal eclesiástico no se aprovechó ni él ni sus discípulos (también perseguidos) para sentirse ‘quemado o amargado’.
No le gustaba un sermón donde no se predicase a Pablo o a Cristo crucificado; sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza del corazón; Su ‘principal librería’ era el crucifijo y el Santísimo Sacramento. La fuerza de su predicación la basaba en la oración, el sacrificio, el estudio y el ejemplo. Ciertamente, podía hablar claro quien había renunciado a varios obispados, y quien no aceptaba limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los ricos. El conocimiento de sí mismo era el secreto para guardar el equilibrio al reprender a los demás.
Los memoriales sobre la reforma eclesiástica transmiten un profundo conocimiento de la realidad de los sacerdotes y da luz desde una gran sabiduría y experiencia ministerial: trato personal asiduo con sacerdotes, fundación de convictorios y colegios de preparación al sacerdocio, catequesis a niños y jóvenes, colaborador y promotor de obras sociales…
En sus escritos rezuma un profundo conocimiento de la Escritura, la Tradición, los Padres, los Concilios, los santos, la teología… Y, sobre todo, escribe y predica con humildad y sentido de Iglesia. El mismo sentía necesidad de reforma más que nadie, de ahí que se dedicó a vivir profundamente la humildad, siempre dispuesto a obedecer a la Jerarquía.
Su mejor tratado, el Audi, Filia, no quiso publicarlo hasta poderlo incorporar los documentos de Trento sobre la justificación; y un comentario sobre las bienaventuranzas, que ya tenía preparado, lo rasgó cuando le dijeron que el concilio prohibía esas explicaciones en lengua vulgar.
Juan de Ávila vive del amor del Espíritu Santo
La doctrina de San Juan de Ávila está llena de referencias al Espíritu. La entrega de Cristo en la cruz nos revela de forma plena el amor del Espíritu Santo, pues bien sabemos que la cruz de Cristo fue una decisión “que se determinó en el consejo de la Santísima Trinidad” (Sermón 53, 24). Se trataba de un casamiento con la humanidad por amores. El Padre nos quiso y nos dio a su Hijo; el Hijo nos quiso porque consintió y “quísonos bien el Espíritu Santo, que tal ordenó” (Sermón 65, 22). Según San Juan de Ávila, el Espíritu ordena el envío del Hijo, porque esta obra es de amor y por amor; y el Espíritu Santo no es otra cosa sino el Amor del Padre y del Hijo.
Este Espíritu es fuego en las entrañas de Cristo, y de tal manera, que “aun aquellos más altos ángeles del cielo [que], porque aman mucho, tienen por nombre serafines, que quiere decir encendidos, si vinieran al monte Calvario, al tiempo que el Señor padecía, se admiraran de su excesivo amor, en cuya comparación el amor de ellos era tibieza” (Audi, filia, 78, 5).
Para San Juan de Ávila corresponde al Espíritu conducir a Cristo a la pasión y muerte. Después de decirnos que en la Encarnación “le fue infundido el Espíritu Santo sin medida ninguna” (Audi, filia, 78, 5), alude a dos símbolos del Espíritu: el “fuego de amor” (Audi, filia, 78, 6) y el “amor santo” (Audi, filia, 78, 5). Es el Espíritu el que conduce a Cristo al Calvario para que lleve a cabo su obra de amor y redención.
San Juan de Ávila ve en la cruz el envío del Espíritu Santo, pero también nos dice que se trata de una efusión del Espíritu como ocurrió en Pentecostés. Es importante notar el paralelismo que existe entre el amor que sale del mismo Cristo crucificado, con Pentecostés. El santo de Andalucía, al describir la entrega de Cristo en la cruz en Audi, filia (II), subraya que cuando Cristo fue puesto encima de la cruz “tendió sus brazos para ser crucificado, en señal que tenía su corazón abierto con amor” (Audi, filia, 78, 6), “extendido para con todos” (Ibidem), y que de allí, “del centro” (Ibidem), porque “tal fuego de amor estaba metido en lo más dentro de aquella sacratísima ánima” (Audi, filia, 78, 6), salían “resplandecientes y poderosos rayos de amor que iban a parar a cada uno de los hombres pasados, presentes y por venir” (Ibidem).
Así pues, desde la cruz se nos comunica todo el amor de Dios, el mismo Espíritu que nos hermosea, nos hace sacerdotes ‘nuevos’, regenerados por el Espíritu, y hechos hijos de Dios. Este Espíritu que se nos da, y con Él, el Padre y el Hijo, lo más alto de la perfección humana, y con ellos todos sus dones. San Juan de Ávila sigue siendo un “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”. Hoy todas las comunidades cristianas piden que “también en nuestros días crezca la Iglesia en santidad por el celo ejemplar de tus ministros (Oración colecta).
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