(alfayomega.es) Madrid ha celebrado esta semana su fiesta autonómica, que conmemora el levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra la ocupación francesa. Y también celebra a un santo muy suyo, san José María Rubio, «el apóstol de Madrid», como lo definió el obispo Leopoldo Eijo Garay. Y eso que nació en Dalías, un pueblo de la provincia de Almería, el 22 de julio de 1864. Vivió en una familia humilde y numerosa. 13 eran los hermanos en total, aunque, como sucede cuando nos vamos cientos de años al pasado, solo sobrevivieron seis. Su abuelo ya vio algo especial en él y por eso dijo: «Yo me moriré, pero el que viva verá que este niño será un hombre importante y que valdrá mucho para Dios». No iba desencaminado el buen hombre, sobre todo, en la segunda profecía.
Así, con poco más de 10 años, un canónigo, que además era su tío, se lo llevó a Almería y luego a Granada para estudiar en el seminario. En esta última ciudad conoció a alguien que marcó su vida: su protector, el canónigo Joaquín Torres Asensio. Con él convivió durante años. Como explica el jesuita y autor de la biografía Como lámpara encendida (Belacqva), Pedro Miguel Lamet, a este semanario, como los sacerdotes en aquella época no podían ir a los toros, Torres Asensio enviaba a Rubio, todavía seminarista, para que luego le contase la corrida. Era un hombre autoritario y controlador, todo hay que decirlo. Por ejemplo, nuestro santo tuvo que esperar a su muerte para entrar en la Compañía de Jesús, pues no se lo permitía. Incluso le hizo interrumpir unos ejercicios espirituales.
Con él llegó a un Madrid conflictivo, en el que acababan de asesinar al obispo. Ejerció el sacerdocio en Chinchón y en Estremera, donde se topó con un desastre de párroco que registraba los sacramentos en una pared. Él lo pasó todo a los libros. Luego fue el capellán de la iglesia de las Bernardas, hoy catedral castrense, donde se pasaba horas confesando —el confesionario todavía se conserva—. Cuentan los libros que había colas de hasta tres horas. Pasaba tanto tiempo que Torres Asensio lo tenía que sacar para ir a desayunar. Esta tarea la compaginaba con dedicación a los más pobres, sobre todo a los traperos.
Cuando falleció su protector en 1908, al fin pudo cumplir su deseo de entrar en la Compañía de Jesús. Hizo el noviciado en Granada y pasó por Sevilla y Manresa. En la localidad catalana hizo la Tercera Probación (última etapa de formación para los jesuitas). Y volvió a la capital, donde se incorporó con los últimos votos a la congregación fundada por san Ignacio de Loyola. Desde la calle Flor, donde había una residencia de jesuitas, desplegó su trabajo apostólico, que también se extendió por la periferia, concretamente en el barrio de Ventilla. Allí, la unidad pastoral que atiende la zona en la actualidad es gestionada por los jesuitas y lleva el nombre de nuestro santo.
Dice Pedro Miguel Lamet que, a pesar de ser un gran referente, no era un hombre brillante. Había sacado los estudios adelante, pero, sobre todo, gracias a su esfuerzo. Llegó a ser profesor, pero no un intelectual. Tampoco era un gran predicador y tenía la iglesia siempre llena. «Nos revela una cosa importante —continúa el biógrafo—, la gracia de Dios es más importante que las cualidades humanas. Sin ser brillante, era muy potente en su trabajo pastoral». Fundó las Marías de los Sagrarios siguiendo la estela de san Manuel González. Eran mujeres que se encargaban de ir a las parroquias a las que nadie iba de los pueblos de Madrid. Cuidaban de los templos, rezaban, daban catequesis…
También hay milagros, bilocaciones, hechos prodigiosos. Pero hasta en eso tenía su propio estilo. Tanto que hizo lo que se ha llamado luego un antimilagro. Un día de carnaval, un grupo de hombres se afanaron por gastarle una broma. La idea era la siguiente: lo llamarían para que entrase en un prostíbulo para ver a un supuesto moribundo y así fotografiarlo y reírse de él. Así lo hicieron, pero cuando el sacerdote entró en la habitación, el hombre que yacía en la cama estaba muerto. Tal fue el impacto de este hecho que dos de los que presenciaron el suceso abrazaron la vida religiosa.
Fue consejero de Luz Casanova, la fundadora de las Apostólicas de Jesús y también de algún modo del rey Alfonso XIII. Este le consultó el texto que leería en la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, por cierto, al que el padre Rubio tenía mucha devoción. Beatificado en 1985 por Juan Pablo II y canonizado también por el Pontífice polaco en la plaza de Colón de Madrid en 2003, es, concluye Lamet —que también escribe sobre él en Nuevo Año Cristiano (Edibesa)—, un ejemplo de cómo aceptar la voluntad de Dios y de vivir el momento presente. Es bien conocida su frase: «Hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace». ¿Su secreto? «Vivir cada momento con Dios presente». Lo llevaba hasta el extremo. Cuentan que había veces que cuando subía al tranvía compraba dos billetes, aunque iba solo: uno para él y otro para Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario