(La Puerta de Damasco) La palabra “sufragio” tiene, en la lengua española, algunas acepciones que remiten al lenguaje de la fe. En un sentido general, “sufragio” significa ayuda, favor o socorro. Y, de modo más específico, alude a una “obra buena que se aplica por las almas del purgatorio”.
Si las palabras del lenguaje de la fe desaparecen del uso común de los hablantes nos encontramos ante un signo preocupante. Con la ausencia de las palabras, se aleja la realidad de lo que esas palabras significan. Y es verdad que, para muchos, los términos “sufragio” o “purgatorio”, en su connotación religiosa, ya no significan nada o casi nada.
Se ha convertido en una costumbre despedir a los difuntos en los tanatorios, en el mejor de los casos con una vaga ceremonia religiosa. Ya no se celebra la misa exequial en las parroquias y, mucho menos, el aniversario del fallecimiento. Y ni siquiera se pide, en la mayoría de las ocasiones, la aplicación de la santa Misa por un difunto.
Casi todos los indicadores de la fe, de la vivencia de la fe, son negativos: Ni asistencia a la santa Misa, ni bautizos, ni primeras comuniones, ni bodas, ni funerales… Casi todo apunta hacia la nada, aunque es verdad que, al mismo tiempo, hay un “pequeño resto” que se ha tomado más en serio la fe y el compromiso con la Iglesia.
La fe católica cree en la existencia de la purificación final o purgatorio; es decir, cree, como enseña el Catecismo, en la existencia de la purificación final de los elegidos, de aquellos que “aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”.
Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos. La Biblia dice que Judas Macabeo “encargó un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado” (2 Mac 12,46). Desde el principio, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, especialmente el sacrificio de la santa Misa, además de las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia.
San Juan Crisóstomo escribe, al respecto: “Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? […] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”.
Alude el Crisóstomo a la costumbre de Job de ofrecer sacrificios por cada uno de sus hijos para purificarlos (Job 1,5). En la profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo enviada por carta, en 1274, al papa Gregorio X en el II Concilio de Lyon se lee que, para alivio de las almas de los difuntos que son purificados en el purgatorio, “les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran a hacer en favor de otros”.
Se trata, en suma, de la “comunión de los santos”, la consoladora verdad que nos dice que como los creyentes forman un solo cuerpo, “el bien de los unos se comunica a los otros”. Y esta comunión abarca también a los difuntos: Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
Lo tenía muy claro santa Mónica, la madre de san Agustín. Antes de su muerte, dijo a sus hijos: “Enterrad […] este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mí ante el altar del Señor”.
Una petición, la de santa Mónica, que podemos hacer nuestra: que nos recuerden ante el altar, en la santa Misa, ofrecida en reparación de los pecados de los vivos y de los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales. Eso dice la fe de la Iglesia, hoy tan en penumbra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario