Con esta hermosa fiesta del Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad para regresar de nuevo al tiempo ordinario. Es curioso hasta qué punto nos han robado el tiempo navideño a los cristianos, que ya son las grandes multinacionales las que nos imponen cuándo ha de empezar y concluir la Navidad. Es como si a principios de diciembre ya empezara la celebración con ambiente comercial -diciendo incluso cuándo se encienden las luces- pero como si el mismo 6 de enero ya terminara para empezar "las rebajas". Pues no; la pascua navideña nunca termina antes del Bautismo del Señor, que siempre tiene lugar el domingo siguiente a la Epifanía. Nos encontramos ante una celebración muy especial, pues esta teofanía del Jordán es una triple acción de gracias: por haber sido bautizados, por poder renovar nuestro bautismo y, en especial, por el inmerecido regalo que Dios ha tenido con nosotros para hacernos hijos suyos.
Dejamos atrás al Jesús niño para empezar a contemplarlo como adulto, y es que con esta escena del bautismo en el Jordán, queda atrás la infancia de Jesús que hemos meditado estas semanas para empezar a contemplar a Cristo adulto, el cual comienza su vida pública tras los años de vida familiar en Nazaret. Nos encontramos pues, ante la revelación del misterio: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo tu enviado ».
El Señor nos ha bendecido con su nacimiento, ha venido a nosotros el Príncipe de la Paz, por ello y con acierto canta el salmo, ''El Señor bendice a su pueblo con la Paz''. En esto mismo incidirá hoy la segunda lectura, que no es una epístola, sino un fragmento bello del Libro de los Hechos: ''Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos''. Nos dice que Jesucristo traería la paz y el fin de la desigualdad, pues entre los seguidores de Jesús no hay "estatus"; todos somos Hijos y sólo Él es el Señor de todos.
Por su parte, el salmista continúa diciendo: ''La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica''. Parece que se está adelantando a lo que escucharemos en el evangelio: ''Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo''. Pero el gran paralelismo está entre la primera lectura del profeta Isaías con el evangelio de San Marcos que hemos proclamado. Este texto profético que nos anticipa mayormente el destino del Mesías de padecer y morir, pero cuyo poema -que llamamos de Deuteroisaías- tiene muchísimas interpretaciones por su gran profundidad. Nosotros nos detenemos principalmente en los primeros versículos, los cuales nos sirven para visualizar el relato evangélico: ''Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones''. Es una descripción perfecta ocho siglos antes de que ocurriera el bautismo de Jesús, anticipando lo que ocurrió en el Jordán: Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»
El pueblo de Israel había esperado muchos siglos al Salvador, y hoy lo vemos presentarse ante la multitud que seguía a Juan Bautista para darse conocer y empezar su peregrinación terrenal y, sobre todo, para dar a conocer su mensaje. Este evangelio del Hijo de Dios nos presenta una diferencia importante, hasta ahora Juan había preparado el camino al Mesías con sus predicaciones llevando a cabo una misión penitencial, pero ahora Jesús ya está aquí y se revela, y no sigue la línea de Juan, sino que el Hijo de Dios inaugura su propia misión evangélica. El honesto Bautista nos lo había advertido: ''yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo y fuego''.
Daría para mucho introducirnos en toda la riqueza exegética, teológica, espiritual, eclesial, que encierra la liturgia y la Palabra de Dios de este día, más con estas sencillas pinceladas quedémonos con la idea central: Dios ha tomado la iniciativa; Dios ha optado y apostado por nosotros, no se ha desentendido de nuestra pobreza, sino que se ha interesado por cada uno de nosotros, por nuestro bien y salvación. Por y para nosotros Dios adoptó nuestra humanidad para hacernos a nosotros partícipes de su divinidad. No quedamos a la deriva ante un futuro incierto o un ciego destino entre las olas y tormentas de nuestro mundo, sino que el Señor desea nuestro bien, que le conozcamos a Él por Jesucristo su Hijo.
No perdamos de vista cómo empieza Jesús su predicación y su etapa pública; no impone nada, sino que se arrodilla -un gesto de humildad que propone y no impone- incluso ante su precursor para ser bautizado. Es la primera lección de la humildad de Cristo, arrodillado acepta el bautismo de conversión como uno más cuando Él no lo necesitaba, dado que era igual a nosotros en todo menos en el pecado. Se somete voluntariamente ejemplificando así el cumplimiento de su misión será un puro anonadamiento: ''a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; sino que al contrario, se despojó de su rango''...
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