Es un rito amable y desenfadado el soplar unas velas que arden sobre una tarta de fiesta, al llegar el momento de cumplir un número de años. Si luego esos años son redondos por la cifra que señalan, entonces el soplido se hace viento, con el que entre suspiros y recuerdos se entona el canto de las gracias. Diez años es una etapa respetable en la que se ha dado espacio a un tiempo con todos sus registros agridulces y claroscuros siendo tan gozoso y positivo el balance. Este es el periodo que me toca en suerte y gracia celebrar a mí, por ser el tiempo transcurrido desde que llegué a Asturias como arzobispo. Se acumulan los nombres y momentos, los retos que ponen desafío, los logros que dibujan agradecidas sonrisas, las cosas pendientes que emplazan a la ilusión renovada, y los sinsabores o fracasos que siempre acompañan a toda aventura humana. Así es el bordado de estos diez años transcurridos en esta tierra asturiana, en esta iglesia diocesana, con sus bolillos de colores y con sus todas sus filigranas.
Me asomo a la memoria de todos estos años con sus fotos, sus retos, sus logros, sus asuntos pendientes, sus sinsabores y sus gozos, son los nombres de las personas que me han acompañado y a las que yo he podido acompañar: unas presentes, otras partidas ya. Dicho de otro modo: nunca he estado solo ni en las duras ni en las maduras. Hay tantas cosas para las que yo soy limitado, pero el buen Dios me las posibilita con los hermanos que ha puesto a mi lado. Ahí aparecen todos esos nombres, tantos, que inmerecidamente me fueron dados como un inmenso regalo en el cotidiano vaivén de las cosas con sus lágrimas, sus sonrisas, sus brindis y sus sobresaltos. Esos nombres en mi corazón elevan el más profundo agradecimiento por cuanto hemos recorrido juntos buscando el bien de otras personas, de las comunidades cristianas, de una entera sociedad de la que formamos parte y a la que aportamos nuestra idiosincrasia católica a la religiosidad, a la convivencia, al compromiso social, a la cultura y a nuestra forma de educar.
Hasta hace diez años no conocía Asturias, esta hermosa tierra tan variopinta en su paisaje de costa con olas bravías y rocosos acantilados, con valles y cuencas que te adentran en los bosques y riscos de los Picos de Europa. Son bellos realmente sus pueblos pequeños, sus villas y ciudades que enseñorean la dignidad y el cuidado de las gentes que los habitan. Hablando de gentes, las de Asturias, siempre me conmueven por su franqueza, por su nobleza y por saber quererte sin disfraces ni trastiendas. Fue realmente una hermosa acogida con sabor a fiesta entrañable y sencilla. Llegué sin dictados sabiéndose enviado en el nombre del Señor, tratando de poner lo mejor de mí mismo. Lo repito diez años después: venía sin consignas, sin planes conspirados y sin estrategias torcidas. Amo al Señor sobre todas las cosas, amo a la Iglesia con toda mi alma como hijo de San Francisco, amo el tiempo de mi época y a la gente que se me confía. No era ni soy ni tan santo ni tan temible como algunos quisieron presentarme. Y con este cúmulo de sabiduría y torpeza, de energía y vulnerabilidad, de riqueza y pobreza, me dejé traer por Aquél que a Asturias me envió y me envía. Le vuelvo a pedir al Señor que me dé entrañas de padre sin dejar de ser hijo, que sea maestro sabiéndome siempre discípulo, que acierte a gobernar aprendiendo del Pastor Bueno, y que reparta su palabra y su gracia colocándome yo en la fila como el primer mendigo. Brindo con toda mi gratitud por tanto recibido y elevo mi humilde perdón por cuanto no he podido o no he sabido hacerlo como Dios quería y la gente necesitaba. Es hermoso celebrarlo con esta gozosa conciencia en medio de una tierra así de hermosa
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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