Ser realistas
y pedir lo imposible
Fue una célebre “pintada” en las paredes de la Universidad Sorbona de París durante el revolucionario mayo de 1968: “sed realistas: pedid lo imposible”. Si no hubiera un indómito deseo en lo más noble de nosotros que nos hace aspirar a ese mundo mejor que no logran amasar nuestras manos, jamás pediríamos lo imposible, sino que nos resignaríamos a lo que hay, a lo que nos imponen, a lo que nos compravenden. Y, sin embargo, los únicos realistas, los únicos que verdaderamente viven la más legítima revolución, son los que no aceptan que las cosas sean así porque sí, porque se den, o porque su propia inercia nos las asigna.
Dios ha venido para romper esa inercia fatal que nos impide volver a empezar. La Navidad no es la historia lejana de algo que sucedió hace muchos siglos, sino la narración de algo que sigue sucediendo en nosotros y entre nosotros. Dios es cercano, no es intruso ni enemigo y desea nuestro bien. Él ha venido para abrazar las preguntas que cada uno tiene en su corazón, preguntas tantas veces disimuladas, o trucadas, o censuradas, pero que siguen desafiando nuestra propia felicidad. Por esta razón hacemos fiesta en estos días, disponiéndonos al sincero afecto y a la verdadera paz.
El sentido del rito de estrenar el nuevo año, tiene un trasfondo más amplio que desborda propiamente una fecha redonda como el primero de enero. Nuestro corazón, no sólo en ese día, sino siempre, tiene una sed infinita de estrenar una felicidad para la que ha sido creado. Es la cita de estos días navideños: volver a recordar con asombro, mirando al pequeño Dios, esta verdad profunda de nuestro hondón más verdadero.
Y esto es lo que despierta en nosotros la esperanza. Podríamos pensar que no hay nada que hacer ante un panorama muchas veces duro y desolador como a diario vemos en los medios de comunicación. El Papa Francisco nos ha propuesto un hermoso mensaje en torno a la paz en este comienzo del año nuevo: «El camino de la reconciliación requiere paciencia y confianza. La paz no se logra si no se la espera. En primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz, de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e incansable. El miedo es a menudo una fuente de conflicto. Por lo tanto, es importante ir más allá de nuestros temores humanos, reconociéndonos hijos necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como el Padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-24). La cultura del encuentro entre hermanos y hermanas rompe con la cultura de la amenaza. Hace que cada encuentro sea una posibilidad y un don del generoso amor de Dios. Nos guía a ir más allá de los límites de nuestros estrechos horizontes, a aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del único Padre celestial».
En este nuevo año 2020 os deseo a todos vosotros, que podáis experimentar en vuestra propia vida el fruto del nacimiento de ese príncipe de la Paz que se hizo niño para nuestra salvación. Dejemos crecer a ese divino niño en nosotros y entre nosotros: que la navidad no sea de quita y pon, sino que continúe como luz durante todo el año iluminando nuestras penumbras. Y que Santa María, nos ayude a todos a hacer lo que el Señor nos diga –como fue su propia historia de fidelidad para con Dios–, que nos empuje a percatarnos del vino que le falta a la humanidad en las bodas de la vida –como ella hizo en Caná–. Porque somos realistas, pedimos lo imposible, y nos comprometemos con ese sueño que Dios inspira, para que disipe todas nuestras pesadillas. Feliz año nuevo.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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