Con la Fiesta del Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad para retomar el tiempo ordinario. Y lo hacemos con un salto treinta años, dejando atrás al Niño en su cuna para verlo hoy ya adulto en lo que podríamos denominar el primer momento de su vida pública, cuando Juan lo da a conocer.
En el Evangelio proclamado en ningún momento Jesús se presenta como el hijo de Dios, sino que es su primo quien se declara públicamente indigno afirmando que debería ser Él quien le bautizara; sin embargo, Jesús insiste. Por si la actitud del bautista no ha sido entendida del todo, ahí tenemos la voz de Dios afirmando: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Jesús inicia su camino dándonos ejemplo de humildad, pues Él no necesitaba bautizarse y, sin embargo, se abaja en su rango elevándonos a nosotros. Juan bautiza con agua, Jesús con Espíritu Santo; ese Espíritu se hace presente en su bautismo como igualmente en el de todos nosotros. Sacramento de vida, puerta de la salvación... el agua que sobre nuestras cabezas cae en el bautismo es la misma que en la cruz vertió de su costado abierto -junto con la sangre- para asociarnos a su gloria.
El bautismo de Jesús debemos verlo en paralelo a su destino, pues aquí comienza una andadura -la de su vida pública- que tiene en el calvario su meta. Por ello no debemos perder de vista la primera lectura de esta celebración, ese fragmento de Isaías llamado "del siervo sufriente": No gritará, no clamará, no voceará por las calles... nos hace pensar ya en ese Jesús arrestado camino al pretorio. Pero fijemonos hoy también en otro versículo de esta profecía que vemos cumplida después en el evangelio: He puesto mi espíritu sobre Él; manifestará la justicia a las naciones. Por eso Jesús le dice a Juan: ''Conviene que así cumplamos toda justicia''.
El Hijo de Dios que marchará ahora por los caminos anunciando el Reino no es otro que el que esperamos desde antiguo y nacido en Belén. ¿No pedíamos en Adviento al cielo que nos lloviera el justo? Aquí le tenemos; camina ya entre nosotros, nos regala su Palabra y nos invita a seguir sus pasos.
Esta manifestación, esta teofanía en la que se nos presenta a la Santísima Trinidad -el Padre envía sobre el Hijo su Espíritu Santo- no es el final de un tiempo, sino el comienzo de otro y en continuidad. Al igual que Jesús empezó aquí su predicación, estamos también nosotros invitados a ser evangelizadores en nuestra vida ordinaria, en nuestros ambientes cotidianos, y a redescubrir la gracia de nuestro propio bautismo para que otros no bautizados se interroguen desde nuestras vidas y también puedan descubrir al Señor.
Con el bautismo ponemos fin al pecado y nacemos a la vida de la gracia; morimos a nuestro viejo yo dando paso al hombre nuevo dejando atrás las tinieblas para vivir en la luz. En su última audiencia general, el Papa Francisco proponía que todos indaguemos qué día nos habían bautizado; sería un gesto valioso -al igual que todos conocemos nuestro cumpleaños- conocer el día en que nacimos a la vida de Dios.
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