Las imágenes eran desgarradoras. Sin previo aviso y sin que se pudiera casi nadie proteger, cayó el tsunami abriendo la tierra, escupiendo los mares, arrasando cuanto encontraba por doquier. Tantas veces lo hemos visto helándosenos la mirada sin poder siquiera pronunciar un suspiro fugaz. En otras ocasiones han sido otros los estragos que tantas hecatombes producidas por los humanos, han sembrado igualmente el dolor, el pasmo y la tragedia cuando se han diseñado guerras, se han cercenado libertades, se han hecho llover bombas que han terminado hasta con el llanto de los más pobres.
Y la pregunta que tantas veces nos hemos hecho cuando por causas naturales o humanas nos asomamos a una interminable morgue, y con un tremendo dedo acusatorio que no sabemos a quién dirigirlo ni quién lo enarbola. Pero un dedo que se mete intruso en nuestra llaga más vulnerable y nos hace espantarnos ante una tamaña tragedia que nos deja sin hálito, sin palabra, sin nada. Y así lo hemos vivido y lo seguimos viviendo. No han sido pocos los que se han preguntado de modo sincero por qué, e incluso no han faltado quienes se interrogan sobre el quién. Y no se halla respuesta a ninguna de las dos cuestiones por más vueltas que le demos: por qué suceden estas cosas que tanto nos duelen, quién sería el responsable al que dirigir nuestra protesta.
Y, sin embargo, sí que existen esas respuestas por más que sea complejo hallarlas. Por un momento, nos damos cuenta de cuántas cosas a diario gozamos, tenemos, intercambiamos, dando por supuesto que todo eso debe ser así, dándolo por descontado, perdiendo demasiado a menudo el horizonte del don que significa el hecho de vivir, de caminar, de ver y oír, de amar. Acaso, a fuerza de sernos cotidianas todas estas cosas, perdemos de vista que suponen un regalo continuo, un don permanente.
Pero la gran pregunta que tantos se hacen es también esta: ¿y Dios dónde estaba? Sin duda que no estaba jugando al golf, haciendo turismo estirado o distrayéndose podando bonsáis. Dios estaba en las víctimas, muriendo con ellas una vez más. Pero también está en la gente que entrega su tiempo, su dinero, sus talentos y saberes para ayudar a sus hermanos: ahí están las manos de Dios repartiendo ternura, ahí sus labios diciendo palabras consoladoras, ahí sus silencios cuando es callando como se dicen las mejores cosas, ahí su corazón cuando palpita con el latido de la gente que tiene entraña.
Ha querido el papa Francisco dedicar un domingo al comienzo del año, precisamente a la Palabra de Dios. Y esto lo hacemos este domingo 26 de enero. Porque Dios no es mudo, aunque a veces guarde silencio. Su Palabra nos acompaña siempre, nos acampa su tienda de encuentro en medio de nuestras contiendas de desencuentros. Y hay una Palabra que Él nos susurra con delicadeza o nos grita con toda su fuerza, para que sacudamos sorderas y superemos tristezas, porque la vida siempre nos trae mensajes desde ese cielo desde el cual sus ojos paternos siguen nuestros pasos en la tierra.
Ha querido citar el santo Padre Francisco el episodio de Emaús, cuando aquellos dos discípulos se fugaban de Jerusalén decepcionados por lo que aconteció en el Calvario. Tampoco ellos entendieron, y así, tristes y deprimidos, huían de aquel escenario. Pero Jesús se puso a caminar con ellos, les sacó del adentro amargo sus preguntas, y les habló con su Palabra sobre una historia que ellos ni imaginaban por tener los ojos embotados y gélido el corazón. Esto hace siempre la Palabra de Dios en nuestra vida. Sacarnos las preguntas, encender el corazón y poner luz en la mirada. Quiera este domingo más dedicado a la Palabra de Dios generar en nosotros toda esta bendita esperanza.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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