El ruido ha profanado nuestro mundo, cada rincón y espacio, y, por desgracia, parece que ya no queda sitio en ninguna parte para el silencio. Ya ni los templos son respetados, quizá porque la contaminación del mundo está ganando la batalla, o tal vez porque las personas que matan el silencio no saben el valor que tiene. No se lo han trasmitido, no han experimentado su riqueza o, directamente, no les han dado en su casa eso que llamamos “educación”.
Bueno, los más antiguos aún se acordarán de las estudiadas “normas de urbanidad”, aquellas lecciones de "saber estar"… Y es que tampoco hay que ser un lumbreras para distinguir el mercado del viernes con el interior de la Iglesia, aunque a veces al respecto cabe preguntarse ¿me habré confundido de lugar?... Igual que no se ponen los codos en la mesa, ni se mastica con la boca abierta, en el templo no se “rumia” chicle, ni se cruzan las piernas como en el sofá de casa, no se ponen los pies en los reclinatorios, pero, sobre todo, hay que saber guardar el silencio que el templo requiere.
Cuando voy a misa a una parroquia y las personas del banco de delante no paran de chismorrear, no me cuesta nada rogarles silencio, y no es que yo disfrute riñendo o llamando la atención a nadie; es más, me gustaría no tener que hacerlo pues me cuesta horrores dar un paso así, quizá por mi forma de ser bastante tímida y, sin embargo, me toca en más de una ocasión rogar silencio porque ni puedo rezar yo ni pueda rezar nadie. Quizá también algunos han olvidado que a la iglesia se viene a rezar, y que para que otros lo puedan hacer igualmente hace falta silencio y recogimiento.
Lamento si alguien se enfada o se molesta por mi petición, pero ello será la prueba evidente de su falta de urbanidad y educación, confundiendo el lugar sagrado con la chocolatería. A veces pienso que este es el mundo está al revés; parece que el que está fuera de lugar no es el que da la lengua en el templo, sino el que con la educación de la que éstos carecen suplica que se respete el ambiente de oración en el mismo.
No sé si en una función de ópera en el Campoamor, en una mezquita islámica o un mitin político harían los mismo… supongo que no.
La Misa es un misterio tan grande e importante que todo el tiempo que dediquemos a prepararnos interiormente antes de empezar la celebración, y todo el tiempo que dediquemos a dar gracias después de la misma, siempre será poco. Por tanto no entiendo cómo hay personas que se sientan en el banco desparramándose, hablan desde que acaba el rosario hasta que el sacerdote besa el altar, y, si pueden, siguen manteniendo la tertulia durante la celebración sin reprimirse lo más mínimo. Y si encima alguien les dice lo más mínimo parecen haber visto al mismísimo Satanás, tridente incluído. Recientemente escribía el Sr. Vicario General en un interesante artículo en L.N.E sobre este tema a raíz de un “simposio” celebrado en Roma bajo el titulo ¿Sigue Dios morando aquí?...
Y es que el silencio es más que un aspecto de educación, es una cuestión también de fe. Guardamos silencio porque creemos que estamos en presencia del Señor, de Jesús Eucaristía que nos mira desde el Sagrario y al que nosotros miramos, rezamos y contemplamos.
Es muy recomendable al respecto un magnífico libro del Cardenal Robert Sarah que se titula: ‘’La fuerza del silencio frente a la dictadura del ruido’’. Quizá nos ayude a interiorizar por qué necesitamos callar para que el Señor pueda hablarnos.
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