"El sueño, hermano de la muerte, a su descanso nos convida; guárdanos tú, Señor, de suerte que despertemos a la vida... Recibe, Padre, la alabanza del corazón que en ti confía, y alimenta nuestra esperanza de amanecer a tu gran día" (Himno de completas, después de las primeras vísperas del Domingo).
Fue el sueño de la hermana muerte en el que entró José Luis como quien finalmente halla su descanso hasta que el Señor venga para despertarle en la vida que no acaba. La alabanza humilde de su última entrega fue el corazón confiado que se mece en las manos de Dios, aguardando que amanezca la pascua eterna del gran día.
Se nos ha ido un buen hermano, muy querido. Yo llegaba a Lourdes justamente cuando él expiraba. Inmediatamente bajé a la Gruta para rezar el rosario que él ya no podía desgranar en la tierra. Allí, mientras los enfermos y peregrinos de nuestra Diócesis se preparaban para la noche larga, me perdí en ese silencio de oraciones calladas, a la luz del cirio que en penumbra ilumina la imagen de la Virgen de Massabielle, mientras las aguas del río Gave murmuran su plegaria. Noche de oración en la despedida en la distancia de este querido hermano sacerdote.
Tantas cuentas, tantas cuantas tiene el rosario de una vida como la de José Luis. Una vida intensa, llena de búsquedas y hallazgos, de preguntas y respuestas, desde la sencillez de un sacerdote bueno que vivió sencillamente las cosas, todas las cosas. Conocido por el sobrenombre que él mismo se dio, "Mosén" –de claro sabor aragonés como allí llaman a los curas–, fue llenando de piedad los diversos destinos que la Iglesia diocesana le fue confiando. Una piedad tradicional, y por eso duradera en lo que tiene de esencial y verdadera. La religiosidad popular la tuvo muy a gala en su prioridad cuando tantos la descuidaban hasta el desprecio, y fue así que él nutría con su proverbial sencillez lo que la gente sencilla como él más necesitaba. En primer lugar los sacramentos, cuidadosamente preparados y administrados con la delicadeza de un novicio y la ilusión de un misacantano. La dotación de sus iglesias con ornamentos dignos y no ostentosos. Pero también otras expresiones populares en torno al Señor, a Santa María o a los santos. Que pregunten a las cofradías a las que él tanto acompañó y que hoy le hacen homenaje acompañándole en el funeral de sus exequias.
Pude gozar de su lealtad sin fisuras, esa que se confunde con una amistad tan fraterna como respetuosa: sin dobles caras, sin dos discursos, sin zalamerías serviles por delante y por detrás el desdén de la crítica amarga. La bondad de sus años entregados, hace las cuentas como las hace un rosario que sabe de todos los misterios que se desgranan ante la Señora: los momentos luminosos con todas sus luces cálidas y alumbradoras, los lances dolorosos con los sufrimientos y moratones que a veces nos impone la vida con incomprensiones varias, los instantes gozosos que nos permiten brindar por tantas cosas hermosas vividas en el Señor, los atisbos gloriosos con la esperanza cierta de sabernos llamados a una promesa que se cumple en la fidelidad del buen Dios.
Así le pude ver cuando le conocí de cura trotapueblos cuando estaba de párroco en Campo de Caso y sus muchos alrededores por él cuidados. Así me contó él mismo que fue en sus primeros destinos pastorales en Berducedo, Allande y el profundo Valledor. Así incluso en los dos momentos, agridulces, en su Gijón del alma en la parroquia de San Pedro con sus tiras y aflojas.
Fue un fiel hijo de la Iglesia. Aceptó sus diversos envíos sin ninguna pretensión, sino dejándose hacer y llevar con la gozosa obediencia de quien hace sencillamente lo que tiene que hacer. Cuando le propuse hace cinco años ir a Covadonga como canónigo, le estaba dando un regalo sin yo saberlo, un regalo tan cargado de todos esos misterios de las cuentas de su rosario. Fue allí donde se ordenó en 1979, a la sombra de la Santina, a la que amó tiernamente como mira y quiere a la Virgen nuestra un verdadero asturiano. Estos años en Covadonga han sido para él fuente de paz y de mucho gozo interior, sin que le hayan faltado algunas pruebas e incomprensibles incomprensiones. Guardo en mi corazón los motivos que inmerecidamente quiso compartir conmigo para darme el humilde testimonio de cuánto y cómo le quería Dios, de cómo y cuánto era sostenido por nuestra Madre la Santina. Y quienes desde tantos sitios de Asturias y fuera de nuestra tierra llegaban a Covadonga, era a él a quien especialmente encontraban en ese ministerio callado de acoger fraternamente, de ofrecerles el perdón de Dios en sus muchas horas de confesionario, y de ser el rostro sencillo de aquel Santuario mariano, sin poses decimonónicas ni aspavientos ilustrados, ese rostro que rápido reconocen los que de veras van buscando en Covadonga lo que a través de la Santina les concede el buen Dios en los hermanos.
Vivió su última Semana Santa con una intensidad mayor espiritualmente, con el evidente deterioro de su cuerpo que su cáncer ya le iba minando por dentro. La emoción de la Misa Crismal que le hizo romper en llanto por la alegría de poder renovar sus promesas sacerdotales por primera vez en tantos años de ministerio, pues nunca se había podido allegar a esta cita tan nuestra. Pero valió la pena hacerlo este año, intuyendo que era la vez postrera, como así me dijo. E igualmente el triduo pascual, que gocé junto a él aquí en nuestra Catedral. Participó con todo empeño, y le dije que se pusiera su hábito coral de canónigo, porque lo era, del cabildo colegial hermano de Covadonga. Él iba, como el último de la fila a los rezos matutinos nada más con alba y estola. Hasta que le dije que parecía la oveja blanca en aquel rebaño de trajes negros. Tres horas tardó en venir su hábito coral desde Covadonga. Y con toda la dignidad así lo vistió en esta inolvidable Semana Santa. Pero la suerte estaba ya echada, y su dolencia final estaba firmada por la mano del Señor con su inexcusable llamada.
Pudimos verle y visitarle en la Casa Sacerdotal y en el hospital. Tantas veces y tantos lo hicimos. Curas y seglares. Nos agradeció de mil modos el detalle de ir a visitarle. No importa que algunos no lo hicieran como él con dolor me comentaba, con sus nombres y sus remitentes, algunos de los que cabría que lo hubieran hecho con más motivo. Pero aún eso, no melló su caridad ni alimentó su resquemor. El perdón hecho de comprensión cristiana es lo que me queda como último mensaje y dulce recuerdo de este querido hermano que murió perdonando a los que a él tanto le ignoraron.
La noche que creíamos que fallecería, tres días antes de que lo hiciera, fui a media noche al hospital. Tres sacerdotes queridos le acompañaban. Yo le tomé la mano, le aseguré la cercanía de la Santina y la nuestra como hermanos. Rezamos juntos el último padrenuestro, síntesis evangélica de toda una vida humana y sacerdotal. El sábado volví para despedirme, antes de salir para Lourdes con la Hospitalidad diocesana de enfermos. Allí le encontré en su cama de hospital con el jadeo de una vida que termina. Tenía el rosario en la mesilla, y en la mano bien apretado el escapulario de la Virgen del Carmen, como hábito coral póstumo de quien fuera un tiempo carmelita descalzo. La hermana muerte ya llegaba, y a este hijo de san Francisco, porque lo fue con toda su alma, le venía a acompañar para el encuentro con el Señor por antonomasia. Dios le acogía, María su Madre allí estaba, y tantos santos sus amigos en esos instantes le esperaban.
El evangelio que se leyó en el domingo en que José Luis falleció, ese que él predicó durante toda su vida en el púlpito de su entrega honda y sencilla, fue el de los dos discípulos de Emaús. Atrás quedan las cosas que no hemos entendido, o las que hemos entendido tarde y mal. Pero Dios en su Hijo se hace encontradizo, compañero de andanza para alcanzarnos en el camino a ninguna parte mientras vagamos perdidos. Ahí están todas nuestras trampas, nuestras pretensiones, los engaños que nos hacen sufrir y con los que infligimos dolor a mansalva, nuestras fijaciones y pecados, nuestras cegueras del alma. Pero Jesús nos cuenta paciente lo que tal vez todavía no hemos podido ni querido escuchar, y de pronto –porque nunca es tarde– se nos abren los ojos y se enciende el corazón, para reconocer que nos ardían por dentro las ascuas que no se apagan y que nadie ha podido robarnos. Siempre quedará ese rescoldo de lo mejor que Jesús resucitado es capaz de convertir en nuestra mejor llama.
Encomendamos a este querido hermano al Señor, pedimos para él la vida resucitada para la que nació y que Cristo glorioso nos obtuvo en su pascua. Que María le proteja con su manto, y que podamos vernos también con Mosén en el cielo, en la eterna cofradía de los ángeles y los santos, en una procesión llena de belleza y bondad tan infinita como el mismo cielo. Descanse en paz este cura sencillo y bueno, que tanto bien hizo y en el que Dios nos bendijo. Amén.
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