Me
pongo a escribir estas líneas tras tener noticia de que Don Jose Luis ha
cerrado ya sus ojos para este mundo. Aún el jueves pasado le pude visitar en el
hospital, aunque el pobre no era capaz ya de articular palabra. Fue una visita
triste pero de paz.
Estando
allí con más gente que le estaba visitando o acompañando, Don José Manuel, el
Párroco de Candás, sacó de su cartera una estampa del Santísimo Cristo (del que
Don José Luis era muy devoto) y se la enseñó; sus ojos respondían a aquella
imagen con profunda emoción. Después, Don Jose Manuel le acarició la mano y le
impartió la bendición. Él, que no podía apenas moverse, hizo un leve gesto con
la cabeza como diciendo amén; así sea,
así lo quiero… Pude ver a un cura que se moría, pero que se moría amando lo que
creyó y creyendo lo que amó.
Don
José Luis era gijonés de primera, pues nada menos que a la vera de la Plaza de
los Mártires o de La Gota leche, en el antiguo y desaparecido Sanatorio, donde
hoy se ubica la estación de autobuses, abrió los ojos para este mundo. En el
barrio del Carmen, en terrenos de una Parroquia nacida de la Capilla y Cofradía
del Carmen, en un hospitalillo llamado del Carmen y nacido de una mujer que,
aunque no llamada Carmen, si era de la Orden Tercera del Carmelo. De esta forma
tan predeterminada a la devoción mariana nació este gran devoto del Santo Escapulario, en
cuya orden llegaría a profesar.
No
voy hacer de biógrafo, aunque podríamos resumir sus primeros años de infancia y
juventud inmersos en una época convulsa para todo el país, para su familia y para él
mismo, que vivió idas y venidas en su experiencia de vital... finalmente, tras
pasar por la vida religiosa y la militar, el Señor le llamó como presbítero
diocesano. Terminó sus estudios en el Seminario de Oviedo con los de su
promoción; curso muy variopinto y del cual me permito destacar a uno, Don Fernando
Llenín, que tuvo el corazón y la caridad sacerdotal y de verdadero amigo para
con él que otros no tuvieron.
A
los pocos días de ser ordenado, cuentan que visitó Campo de Caso (pues este
había sido un lugar muy importante para sus padres) y tras conocer la
maravillosa y escondida Iglesia de Caleo, comentó: ‘’no me importaría ser cura
de estos lares’’, opinión que al párroco de entonces (con cierta alergia al
incienso) no le hizo mucha gracia la mera idea...
Al final (más bien al principio) el primer destino fue Gijón, en San Pedro Mayor, junto al inolvidable Don
Bonifacio y un numeroso equipo de sacerdotes que mantenían aún aquel cuasi
cabildo del que ya Don José Arenas, había sabido sacar réditos pastorales en la
particular idiosincrasia del barrio playo. Después de tres años es trasladado a
Berducedo, junto a otras seis parroquias de la zona de Allande y Grandas de
Salime.
Aquí
llevará a cabo una labor encomiable de arreglo de templos y capillas,
recuperación de fiestas y devociones perdidas y otros múltiples y piadosos
trabajos. Por aquel entonces no había redes sociales ni ordenador en casa, pero
Don Jose Luis mendigó casi por todo el país lo que sobrara o no quisieran otras
parroquias para poder adecentar así las suyas. En aquella época aún seguían
retirándose santos, candelabros y retablos, y todo lo que a sus manos llegó,
para el alto Allende fue a parar.
Dicen
que tras diecisiete años en este lugar dejó aquellas parroquias más vestidas
que la Macarena; arregladas y con ornamentos dignos de una catedral. Desconozco
cómo están hoy, pero los que vieron su partida de allí dan fe de su esfuerzo y
trabajo.
Retorna
a San Pedro de Gijón donde ejercerá siete años como Vicario Parroquial, hasta
el año 2000. Con el cambio de párroco de la Iglesia Mayor, tendrá que hacer de nuevo las
maletas. Cuentan que Don Gabino le ofrecía ser párroco de una Villa bastante
apetecible para otros, sin embargo, el apuntó: Sr. Arzobispo, Campo de Caso
está vacante, si lo tiene a bien prefiero que me premie con ese destino antes
que con una villa. Don Gabino se quedó sorprendido hasta el punto de
preguntarle ¿sabes lo que estas pidiendo?... Y así fue a parar este gijonés a
las tierras casinas.
En
los doce años que pasó en las parroquias de Campo de Caso, a las que se unirían en
los últimos cuatro las de Sobrescobio, volvió a hacer lo que sabía y
le gustaba: obras, restauraciones, adquisiciones, mejoras… y todo sin descuidar
la atención pastoral que siempre la llevaba al día. No moriría un feligrés enfermo
sin su unción, ni se quedaría ningún difunto sin su solemne responso, precedido
del ''De profundis''. Era un cura peculiar, sí; pero sobre todo y ante todo un
sacerdote enamorado de su vocación.
Su
último destino fue el hogar de la Madre, Covadonga, a la que tanto quería desde
su “prefiguración” con ella. Allí se fue preparando para lo que sabía que se le
venía encima y que con la naturalidad del que espera en Dios, a nadie ocultó nunca.
Con total tranquilidad hablaba de su enfermedad, del pronóstico y hasta del
tiempo que le daban de vida, pero nada le turbaba, pues como San Pablo, bien
sabía de quién se había fiado.
Ser
pastor de almas era su pasión, por ello su último nombramiento no lo tomó como
un encargo al uso, sino como la mayor obligación de todas, por encima incluso de
la canonjía. La iglesia de los Santos Justo y Pastor ya no tenía misa
quincenal, sino diaria. También novenas, procesiones, pláticas espirituales,
recepción de reliquias... Para Don José Luis, como para el Cura de Ars, la
parroquia no se medía por “el caché” o la población sino por lo mimado que
estaba ese Jesús del Sagrario. Algunos se mofaban del ímpetu que se daba por
hacer cosas en esa pequeñísima Parroquia de La Riera, pero él estaba por encima
de comentarios pues, además de “venir de vuelta”, el mero hecho de seguir
construyendo el Reino de Cristo en la tierra le propiciaba bocanadas de aire y
de vida en la suya propia que se iba apagando.
El
celo de tu casa me devora (Salmo 69) que podríamos parafrasear en Don Jose
Luis diciendo, sin duda, que su celo pastoral le devoraba. Por encima de todo
límite u obstáculo que apareciera, para él lo primero era servir a los fieles.
No suprimía ninguna celebración, tuviera tres personas o una, pues las
almas estaban incluso por encima de su propia salud… ¡Cuántas veces en la
soledad de las zonas rurales de Berducedo o el Parque de Redes sobrepasaba el
kilometraje que la diócesis le pagaba!... o ¡cuántas otras celebraba cuatro misas pálido de
fiebre o se dejaba hasta su último ahorro en el arreglo de una imagen! Mosén lo dio todo a la Iglesia, y con muchos más aciertos que errores salvó muchos templos y
capillas de esta diócesis de la pura ruina, de muchas piezas acabar en el
expolio indecente y de muchas tradiciones terminar en el olvido.
Emilio
de Marchi, en su libro “El sombrero del Cura”, dice: Creía que con la muerte del cura había terminado todo
y, sin embargo, todo estaba por hacerse.
También en la historia de este cura que no tenía sombrero sino bonete, y que no
era especulador sino pobre, lo importante de verdad empieza ahora...
Descansa
en Paz Mosen Jose Luis, y muchas gracias por tu amistad y por el aprecio que siempre
me profesaste inmerecidamente.
Rodrigo Huerta Migoya
Muchas gracias don Rodrigo por este recuerdo y hermoso resumen biográfico de nuestro común amado don José Luís. Él me llevó al seminario mayor cuando era diácono en san Pedro, con "don Boni" y tengo algún recuerdo hermoso de ese tiempo con él. No quiso Dios que yo hallara mi camino en el ministerio sacerdotal pero siempre le agradeceré a Mossèn la posibilidad de discernir en ello y cuánto me sirvió para mi vida futura.
ResponderEliminarHoy, cuando en Covadonga se oficie el funeral de su párroco, desde mi parroquia me uniré a vuestra oración por el sacerdote y "presunto" santo por el que le rezo y, al tiempo, me encomiendo.
Javier Álvarez, diácono permanente en la Iglesia de Tarragona.