martes, 2 de agosto de 2016

LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Para empezar, ni qué decir tiene que el concepto de libertad es un tanto abstracto y de compleja definición, si bien, los diccionarios refiriéndose a ella nos hablan de “la facultad que posee todo ser vivo para realizar una acción de acuerdo a su propia voluntad”. Si este concepto lo insertamos en la vivencia de la fe cristiana, nos veremos muchas veces abocados a un comportamiento de conducta, el cual, libre de lastres y prejuicios y acorde con nuestra condición y compromiso evangélico, nos llevará en más de una ocasión a situaciones de conflicto “ad intra y ad extra”.

Cuando nos acercamos a la figura de Jesucristo, modelo y referente moral para todo cristiano, nos encontramos con un ser totalmente LIBRE, pero al que desde visiones principalmente sociológicas y filosóficas, siempre han apelado algunos para justificar postulados de todo tipo, tratando de manipular en sus teorías maniqueas su figura, presentándolo unas veces “carameloso”, aterciopelado y consentidor (casi cómplice de miserias) y otras, ideologizándolo como si de un revolucionario de pátina libertaria se tratase. Lo cierto es que por no ser ni lo uno ni lo otro, y por ser verdaderamente libre en sus actos y palabras, acabó en la Cruz.

Él tenía perfectamente claro -sabía- que iba a ser  así, y que “los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz” (Lc.16,8); sin embargo, no se calló ni se arrugó ante los romanos imperialistas ni ante el acomodado y farisaico Sanedrín: “Esta forma de hablar es insoportable, ¿quién puede hacerle caso?...”(Jn.6,60). Los satisfechos que mandaban, no le mataron de entrada, no; antes, igual que ahora, al cristiano disidente que habla y actúa en libertad, se le injuria, desacredita, humilla, difama y calumnia previamente en un calvario que pretende ante todo la “muerte social” mediante la afilada y envenenada espada de la lengua,  que desde la soberbia es portadora y proyecta casi siempre envidias y frustraciones.

El día de Pentecostés los discípulos “se llenaron de alegría al ver -resucitado- al Señor”. Éstos vivían “con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn.20,19). Tenían miedo de correr su misma suerte, al igual que muchas veces nosotros tenemos nuestros propios miedos y acomodos, sin embargo, aquellos recibieron de Jesús la fuerza del Espíritu Santo -que renovamos en cada Eucaristía- para transformarse en valientes testigos, y toda su autoridad para perdonar o retener los pecados: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn.20,23). Pasaron de la cobardía a la acción y testimonio militante: “No tengáis miedo de los que pueden matar el cuerpo” (Mt.10,24); “Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebú, ¡Cuánto más a los de su casa!” (Mt.10,25). Y, sobre todo: “¡Ay, si todo el mundo habla bien de vosotros…!” (Lc.26).

Por tanto, el que hoy día quiera seguir desde la libertad de su conciencia a Jesucristo, que no le quepa la menor duda que tendrá problemas: “mirad que os envío como corderos en medio de lobos” (Mt.10,16) pues el becerro de oro, barnizado muchas veces de falsa religiosidad, sigue teniendo adoradores; y el verdadero cristiano militante habrá de enfrentarse continuamente a los nuevos ricos y Epulones de este mundo, a los Herodes y mandamases y a los variopintos “Sanedrines” que en sus pútridas conciencias y al sentirse denunciados por un ser libre seguirán prefiriendo a Barrabás y gritando: ¡Crucifícalo!; ¡Crucifícalo!...

Joaquín, Párroco

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