Para empezar, ni
qué decir tiene que el concepto de libertad es un tanto abstracto y de compleja
definición, si bien, los diccionarios refiriéndose a ella nos hablan de “la facultad que posee todo ser vivo para
realizar una acción de acuerdo a su propia voluntad”. Si este concepto lo
insertamos en la vivencia de la fe cristiana, nos veremos muchas veces abocados
a un comportamiento de conducta, el cual, libre de lastres y prejuicios y acorde
con nuestra condición y compromiso evangélico, nos llevará en más de una
ocasión a situaciones de conflicto “ad
intra y ad extra”.
Cuando nos acercamos
a la figura de Jesucristo, modelo y referente moral para todo cristiano, nos
encontramos con un ser totalmente LIBRE, pero al que desde visiones
principalmente sociológicas y filosóficas, siempre han apelado algunos para
justificar postulados de todo tipo, tratando de manipular en sus teorías maniqueas
su figura, presentándolo unas veces “carameloso”, aterciopelado y consentidor (casi cómplice de miserias) y otras, ideologizándolo
como si de un revolucionario de pátina libertaria se tratase. Lo cierto es que
por no ser ni lo uno ni lo otro, y por ser verdaderamente libre en sus actos y
palabras, acabó en la Cruz.
Él tenía
perfectamente claro -sabía- que iba a
ser así, y que “los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz” (Lc.16,8); sin embargo, no se calló ni se arrugó
ante los romanos imperialistas ni ante el acomodado y farisaico Sanedrín: “Esta forma de hablar es insoportable, ¿quién
puede hacerle caso?...”(Jn.6,60). Los satisfechos que mandaban, no le
mataron de entrada, no; antes, igual que ahora, al cristiano disidente que
habla y actúa en libertad, se le injuria, desacredita, humilla, difama y calumnia
previamente en un calvario que pretende ante todo la “muerte social” mediante
la afilada y envenenada espada de la lengua, que desde la soberbia es portadora y proyecta
casi siempre envidias y frustraciones.
El día de
Pentecostés los discípulos “se llenaron de
alegría al ver -resucitado- al Señor”.
Éstos vivían “con las puertas cerradas
por miedo a los judíos” (Jn.20,19). Tenían miedo de correr su misma suerte,
al igual que muchas veces nosotros tenemos nuestros propios miedos y acomodos,
sin embargo, aquellos recibieron de Jesús la fuerza del Espíritu Santo -que
renovamos en cada Eucaristía- para transformarse en valientes testigos, y toda su
autoridad para perdonar o retener los pecados: “a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se
los retengáis, les quedan retenidos” (Jn.20,23). Pasaron de la cobardía a
la acción y testimonio militante: “No
tengáis miedo de los que pueden matar el cuerpo” (Mt.10,24); “Si al dueño de la casa le han llamado
Beelzebú, ¡Cuánto más a los de su casa!” (Mt.10,25). Y, sobre todo: “¡Ay, si todo el mundo habla bien de
vosotros…!” (Lc.26).
Por tanto, el
que hoy día quiera seguir desde la libertad de su conciencia a Jesucristo, que
no le quepa la menor duda que tendrá problemas: “mirad que os envío como corderos en medio de lobos” (Mt.10,16) pues
el becerro de oro, barnizado muchas veces de falsa religiosidad, sigue teniendo
adoradores; y el verdadero cristiano militante habrá de enfrentarse
continuamente a los nuevos ricos y Epulones de este mundo, a los Herodes y mandamases
y a los variopintos “Sanedrines” que en sus pútridas conciencias y al sentirse
denunciados por un ser libre seguirán prefiriendo a Barrabás y gritando:
¡Crucifícalo!; ¡Crucifícalo!...
Joaquín, Párroco
No hay comentarios:
Publicar un comentario