En ella contemplamos y vivimos, con particular intensidad, el Misterio de Jesucristo, que estos días actualiza la Liturgia y se expresa plásticamente en la piedad popular. En los templos y en las calles, en los corazones de cada fiel cristiano, se intenta que sean días de fe reavivada por la escucha de la Palabra de Dios, la lectura de la Pasión de Cristo, la contemplación de su rostro y de su cuerpo escarnecido colgado del madero o glorioso triunfador de la muerte.
Se trata de vivir con piedad religiosa, en estos días santos, los misterios que son el fundamento de nuestra fe junto con la Encarnación y venida en carne del Hijo del Dios, Jesucristo, el centro y la cima de toda la historia humana, la clave y el sentido de todo. Con hondo y sincero fervor habrían de ser vividos los misterios acaecidos en Jerusalén en tiempo de Poncio Pilato, que han cambiado la faz de la tierra y la han hecho brillar con la luz inextinguible de la redención que se extiende a todos los hombres y pueblos.
En la acción litúrgica, o en las visitas al “Monumento” donde se encuentra el Señor Sacramentado, o en las vigilias de oración, en los “Via Crucis” que se hagan, en las procesiones o en otras manifestaciones de la piedad popular, en los momentos intensos de oración sencilla y auténtica, o en las obras de penitencia y de caridad de estas jornadas, necesitamos que Dios nos ayude para que nos llenemos de cuanto estos días celebramos, es decir: de la fuerza vivificadora que procede de la Cruz y de la Resurrección del único Nombre, Cristo, que se nos ha dado a los hombres para la salvación de todos.
Que Dios nos conceda el vivir estos días en un ambiente de oración intensa y verdadera, en adoración humilde y en acción de gracias, en plegaria confiada por las necesidades de todos para que a todos alcance la alegría de la salvación, en contemplación de tanto amor por nosotros, para que de ahí saquemos amor para amar con ese mismo amor que, en derroche de gracia y sabiduría, vemos y palpamos en los misterio de la Pascua.
Que venga a nosotros el auxilio de la gracia divina para que sea una Semana Santa celebrada en verdad, Semana que sea arranque y aliento para el resto de las semanas, vivida en conformidad plena con la verdad auténtica que en ella se contiene: la del amor de Dios que nos ama hasta el extremo para que su amor esté en nosotros y nos amemos como Él nos ha amado en su Hijo aclamado por los pequeños, los niños y sencillos con palmas y ramos de olivo en su entrada en Jerusalén, hecho pan y vino –cuerpo y sangre– partido y derramado por nosotros, traicionado, acusado injustamente, apresado y llevado a los tribunales inicuos, condenado y ajusticiado como un malhechor, con los hombros cargados y abrumados por nuestros delitos, colgado del madero de la cruz fuera de la ciudad, sepultado en un sepulcro que ni siquiera es suyo, resucitado, triunfador de la muerte, piedra angular sobre la que únicamente se puede edificar una humanidad nueva.
Para celebrar con verdad la Semana Santa, estamos llamados a vivir de manera especialmente fuerte la caridad que brota del costado abierto de Cristo y de su Cuerpo entregado, con obras de caridad significativas, con limosnas, con visitas a los enfermos y a los pobres y desamparados. No podemos olvidar que el Jueves Santo, día de la Institución de la Eucaristía o memorial del que se entrega por nosotros habiendo amado hasta el extremo a los suyos, es el Día del amor fraterno, inseparable de los demás días de esta Semana: forma una unidad con ellos. Como la Cena del Jueves Santo en que Jesús lavó los pies a los discípulos y nos dejó el testamento como alianza nueva y eterna de ese amor entregado por todos los hombres, toda la Semana y todo el año no debería ser otra cosa que expresión y realidad viva de su mismo amor: hacer lo mismo que Él ha hecho y nos ha dejado.
Corazones, miradas, pensamientos y deseos de los cristianos, estos días, se recogerán en un interior contemplativo, mirando a la cruz, oteando la alborada de la mañana de Pascua en la que quedan rotas todas las cadenas y amenazas de mal y de muerte que pesan sobre la humanidad entera, en estos momentos de oscuridad que nos envuelve. Junto a los “Pasos de Pasión” estos días desfilan también inseparables, como un largo “via crucis” o un eterno calvario –siempre el mismo–, tanto sufrimiento y tanto horror, tanta herida y tanta sangre, tanta muerte y tanta amenaza de aniquilación, tanta injusticia y tanta violencia, como aqueja hoy nuestro mundo, como se ceba en todos los crucificados con Cristo a lo largo de los tiempos de nuestro propio tiempo.
¿Qué se puede hacer?
“Los Evangelios cuentan que a un hombre, llamado Simón, ‘le obligaron a llevar su cruz’ y que había algunas mujeres que los seguían, llorando, a lo largo de todo el camino hasta el lugar de la crucifixión. La tradición narra que una mujer, de nombre Verónica, enjugó el rostro de Jesús con un lienzo. El Evangelio de San Juan nos dice que ‘junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena, así como el discípulo a quien El quería’. Los fieles no abandonaron al Hijo de Dios escondido en el Hijo del Hombre que sufría. También para nosotros, Jesús en la Cruz se convierte en la prueba de nuestra fe y en el juicio de Dios sobre nuestra conducta” (Juan Pablo II).
Celebrar, en consecuencia, la Semana Santa en verdad reclama unirnos a Cristo crucificado, unirnos en Él y con Él a los crucificados y sufrientes de nuestro tiempo, a las víctimas de la violencia, a los que padecen el desamor, para mostrarles el amor redentor, para que puedan “ver” a Jesús, que ha dado su vida por ellos y quieren conocerlo, verlo y palparlo, como nosotros lo hemos visto y palpado en su cercanía de infinita compasión, misericordia y amor por todos. Que esta Semana sea muy santa, es decir, llena de fe y de amor, abierta a la esperanza.
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