Es una consabida operación retorno que nos lleva a regresar tras unos días de amable holganza con motivo de esta Semana Santa pasada. Volver cada cual a su quehacer más cotidiano, haya sido cual haya sido nuestro fugaz alejamiento en estos días sacros. La monótona andadura de estos tres primeros meses del año, entró en el paréntesis semanasantero para darnos un descanso de encuestas, de enjuagues y de pactos. Y los creyentes cristianos pudimos atender nuevamente esa escena que nunca tiene ocaso cuando Jesús nos enseña su paso de la muerte a la vida, mostrándosenos en la cruz y todo lo que simboliza, para a renglón seguido indicarnos el sepulcro vacío donde la muerte fue tan muerta y jamás la vida tan viva. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida... porque Cristo ha resucitado. Se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de paz y alegría. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.
Pero en esta operación de regresar al cada día donde nos esperaban en el surco cotidiano nuestros logros y nuestras fatigas, nos puede sobresaltar una sospecha dura de despejar, al llegar a pensar que este paréntesis piadoso o vacacional de unos días de descanso y procesión no han resuelto nada de lo que pendiente nos esperaba tenaz. Fue sólo una tregua pasajera y no la solución feliz y final. Así lo viven y lo sufren tantas personas que resignadamente vuelven al escenario habitual. Pienso también en los escenarios que teniendo la fecha de nuestros días parecen contradecir la vigencia de lo que en pascua festejamos los cristianos, cuando vemos el paisaje del terror terrorista, o la tristeza de quien lo pasa mal de veras al perder el trabajo, o no estrenarlo todavía en medio de su juventud cansada de esperar en vano. Pienso en los enfermos, en los que han perdido el sentido de la vida y quedan sin esperanza arrastrando como pueden el paso de sus días.
No está en nuestra mano cambiar las cosas según nuestros más nobles deseos en un mundo que inevitablemente anda con tantas fracturas y facturas, con tantas contradicciones y heridas. Pero el triunfo pascual de Jesús no es una mentira piadosa que tan sólo sirve para llenar la esperanza de quien no necesita esperar. Es más bien una potente razón de cómo los motivos que nos imponen la tristeza y la desesperanza han perdido su carta de ciudadanía y el aguijón de su prepotencia. Con la resurrección de Jesús ha nacido un modo nuevo de mirar las cosas, de abrazarlas, de custodiarlas con cuidado, de soportarlas con paciencia o incluso de aplicar la serena inteligencia y acertar a dejarlas.
La muerte como último bastión de cuanto nos contradice y astilla, ha sido vencida. Roto su maleficio, hemos de acercar la pequeña luz que Dios ha encendido en nuestro corazón y ha puesto en nuestras manos. Sólo se nos ha confiado un pequeño espacio que coincide con lo que a diario pisan y pasean nuestros pies, ese que logramos abarcar con nuestro abrazo, el que coincide con lo que somos capaces de soñar y ver hasta donde nos alcanza la vista. Ese espacio y ese tiempo es lo único que se nos pide transformar cada día con la fuerza que nos da Jesús resucitado. No pensemos en quimeras multiculturales, en estrategias planetarias, que terminan en brindis inútiles que no sirven para nadie. Pensemos en ese terruño y en esa historia que coinciden con el espacio y el tiempo de mi posibilidad cotidiana, domiciliados en mi hogar, en mi círculo de amigos, en mi trabajo, allí donde mi vida vive y convive, sueña y descansa, siendo apasionadamente real. En Pascua se abre la procesión que nunca termina, que no tiene tiempo ni calendario, y atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor. Feliz pascua de Jesús resucitado, hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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