viernes, 17 de julio de 2015

Piedras y flores vivas, para el único vivo. Por Rodrigo Huerta Migoya



Otro año más, hemos celebrado la Pascua concluida con Pentecostés, seguida de las festividades tan queridas en el calendario litúrgico de la Trinidad y el Corpus, antes de volver de nuevo al tiempo ordinario, que nos acompañará hasta la Fiesta de Cristo Rey con la que cerraremos el año, para volver a empezarlo con el Adviento.

Así, con el ir y venir de este ciclo continuo que acompasa a nuestra vida, rememoramos, cuál catequesis eficaz, la vida del Señor desde el preámbulo de su venida hasta la espera de su retorno, sin olvidar su presencia viva y real entre nosotros.

Ya lo hemos celebrado el Jueves Santo, sí; Jesús nos pide que hagamos esto en conmemoración suya, más algo tan sublime y grandioso como es este misterio de la presencia real de Jesús en el pan consagrado, es demasiado importante para la vida de la Iglesia y del cristiano como para pasarlo por alto o para dejarlo casi tapado por las múltiples celebraciones de la Semana Santa. Quizás por ello la Iglesia no encontró problema alguno, sino más bien, un momento clave el impetrar a todo el orbe cristiano la fiesta en la que centramos nuestra atención única y exclusivamente la mirada y contemplación del Cuerpo y la Sangre del Señor. Toda celebración es poca; nunca es mucho ni demasiado, ni hay misas que se suplan por otras. Necesitamos vivir espiritualmente principalmente de ella, y tenerla como luz de nuestras vidas que nos ayude a afrontar los tramos penumbrosos cada senda que recorremos.

Cuanto hemos perdido; cuantos pasos hacia atrás como los cangrejos… Allá, no tan lejos, quedaron aquellos solemnes días de Corpus dónde todo el pueblo salía al paso del Señor; dónde toda rodilla se doblaba a su paso, dónde todo niño, mujer o anciano, llevaba un puñado de pétalos para ensalzar la majestad del Santísimo que, oculto y sacramental, era reconocido como Dios por los mismo ojos humanos que hoy ni siquiera saben dónde está. Esto podría cambiar y deberíamos cambiarlo. Es imprescindible hoy volver hacia atrás en ello; y el que diga que ningún tiempo pasado fue mejor, al menos en materia espiritual, creo que se equivoca. Como cantara Santa Teresa: no quiero sustentos mi Jesús ausente, que todo es tormento a quién esto siente, sólo me sustente tú amor y deseo, veante mis ojos muérame yo luego.

Por suerte también hay muchos pasos hacia adelante, y en esto, juegan un papel muy importante las mujeres de la Parroquia. Ellas, con su buen hacer, su entrega desinteresada y por puro amor, hacen posible las maravillosas alfombras de flores que cada año, con nuevos dibujos y colores, trazan su oración colorida a los pies de ese Rey que todo se merece. Es Él quien motiva las tantísimas horas de trabajo que para algunos no tiene sentido. He aquí la respuesta que podemos dar utilizando una expresión de San Josemaría: Es Cristo que pasa.

Pétalo a pétalo, detalle a detalle, se configura el todo. Igual que ocurre en la misión de la Iglesia con que San Pablo nos exhortó de forma sublime: Cada cual tenemos nuestro lugar y misión, según los dones recibidos por pura gracia. Las entonces Clarisas de Lerma (hoy “Iesus Comunio”) compusieron una canción que decía: tú eres sólo una piedrecita, de un mosaico que está/ elegida desde hace mucho tiempo/ para ocupar tu lugar. Así es la Iglesia, un edificio de piedras vivas en torno a Jesús Sacramentado, el único que es la vida y la puede dar por medio de su pan.

Las desgastadas piedras de nuestra Casa, de nuestro templo, llevan 75 años dando cobijo al amor. No será eterna, como tampoco lo será la Iglesia Universal. Llegará el día en que la Iglesia de Lugones se caiga, más ello ejemplifica lo que ocurrirá en todo el mundo. La Iglesia es caduca, pues esto que vemos pasará, más sus palabras no. Nuestro templo es una tienda, como aquella que los israelitas levantaron en el desierto para dar cobijo al Arca del Señor. Estamos de paso, y en nuestro caminar vamos anunciando lo que hemos visto y oído. Otros 75 años y los que Dios quiera, la Iglesia de Dios en Lugones seguirá su misión recordando que cielo o infierno no es para buenos y malos, sino para los que quieren estar con Dios y los que libremente se apartan de Él. Entre piedras vivas, con corazones vivos y reunidos en torno al único redentor al que diremos desde lo más hondo del alma: cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte Señor hasta que vuelvas.

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