La vida: un himno a la alegría
Me dejaron nacer y con sorpresa y
gratitud acogieron el misterio que siempre entraña la vida que llega por primera
vez. Es lo que cada mañana agradezco apenas abro mis ojos: Gracias Señor, porque
me has creado. Gracias por el sí de mi madre, de mi padre cuando Tú con mi mano
llamaste a la puerta de este mundo para buscarme posada. Aprendí a amar la vida
desde el seno de una mujer que le dijo sí a mi llegada. Y con ella estuve los
nueve meses acordados, en donde experimenté ya entonces la ternura, el calor, la
protección, los latidos y todo su cuidado. Así hasta que llegó el día de abrir
los ojos en las afueras, asomarme al mundo y comenzar la aventura de la
existencia, verdadero don de Dios. Recuerdo a mis padres y rezo por ellos cada
día en la misa con inmensa gratitud. Nada sabían de mí, ni qué iba a ser de mi
vida, cuál sería mi palabra o mi presencia. Desconocían del todo mis luces y mis
sombras, mis llantos y mis sonrisas, mis aciertos o mis rebeldías, mis fracasos
o mis conquistas. Pero dijeron sí a ese pequeño ser que de su amor nacía, como
quien se lo dice a Dios que se servía de ellos para regalar al mundo una nueva
vida.
El día 25 de marzo, Anunciación del Señor, la Iglesia recuerda el sí de otra mujer: la Madre de Dios. Un misterioso sí a una vida más grande que ella, que le pedía permiso para venir a ser humanamente. En esta fiesta la Iglesia celebra la Jornada mundial por la vida, mirando ese momento único y delicado de la decisión de una mujer que acepta la vida que lleva dentro y que de ella quiere nacer.
No es una efeméride más del calendario cristiano, sino una llamada dulce y audaz para que seamos defensores de la vida. No de una vida a la carta como paladines de la fauna y flora más pintoresca que sin duda debemos salvaguardar, pero que extrañamente nos convirtiésemos luego en asesinos de la vida más vulnerable en su trance de nacer o de fenecer. Esta contradicción la constatamos cuando se escenifica cierto ecologismo sectario y verderón al que no le duele prenda para proteger la avutarda, salvar la foca polar y todo el catálogo de petunias silvestres, pero se hace distraído o cómplice ante el holocausto legal y sangriento que supone siempre el aborto o la eutanasia.
Es tremendo que se invoque el aborto como un derecho, teniendo licencia para matar. Ayudemos a la mujer verdaderamente invirtiendo en todos los sentidos en su gestación, en lugar de invertir en la supresión abortiva del hijo de sus entrañas. Eduquemos a nuestros jóvenes en los valores del amor verdadero, pero no caigamos en la demagogia que tan alto precio se cobra. Decía el Papa Benedicto XVI sobre los atentados contra la vida, que la historia misma los ha condenado en el pasado y los condenará en el futuro, "no sólo porque están privados de la luz de Dios, sino también porque están privados de humanidad". Contra la cultura de la muerte, sólo cabe anunciar apasionadamente el evangelio de la vida. Porque como afirma el Papa Francisco, «suscita horror sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto».
Nos interesa toda la vida en todas sus fases, en todas sus suertes o infortunios. Pero sobre todo la vida más vulnerable y vulnerada: la del no nacido, la del anciano o enfermo terminal, la vida de quien por falta de recursos ante la crisis económica y moral no puede llevar adelante su existencia con dignidad. Son muchas las víctimas de esta vida amenazada, a las que la Iglesia quiere prestar su humilde voz para decir -mal que pese a quien le pese- sí a la vida, a toda la vida, porque en ella siempre se nos susurra o se nos grita Dios. Es un himno a la alegría.
El día 25 de marzo, Anunciación del Señor, la Iglesia recuerda el sí de otra mujer: la Madre de Dios. Un misterioso sí a una vida más grande que ella, que le pedía permiso para venir a ser humanamente. En esta fiesta la Iglesia celebra la Jornada mundial por la vida, mirando ese momento único y delicado de la decisión de una mujer que acepta la vida que lleva dentro y que de ella quiere nacer.
No es una efeméride más del calendario cristiano, sino una llamada dulce y audaz para que seamos defensores de la vida. No de una vida a la carta como paladines de la fauna y flora más pintoresca que sin duda debemos salvaguardar, pero que extrañamente nos convirtiésemos luego en asesinos de la vida más vulnerable en su trance de nacer o de fenecer. Esta contradicción la constatamos cuando se escenifica cierto ecologismo sectario y verderón al que no le duele prenda para proteger la avutarda, salvar la foca polar y todo el catálogo de petunias silvestres, pero se hace distraído o cómplice ante el holocausto legal y sangriento que supone siempre el aborto o la eutanasia.
Es tremendo que se invoque el aborto como un derecho, teniendo licencia para matar. Ayudemos a la mujer verdaderamente invirtiendo en todos los sentidos en su gestación, en lugar de invertir en la supresión abortiva del hijo de sus entrañas. Eduquemos a nuestros jóvenes en los valores del amor verdadero, pero no caigamos en la demagogia que tan alto precio se cobra. Decía el Papa Benedicto XVI sobre los atentados contra la vida, que la historia misma los ha condenado en el pasado y los condenará en el futuro, "no sólo porque están privados de la luz de Dios, sino también porque están privados de humanidad". Contra la cultura de la muerte, sólo cabe anunciar apasionadamente el evangelio de la vida. Porque como afirma el Papa Francisco, «suscita horror sólo el pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto».
Nos interesa toda la vida en todas sus fases, en todas sus suertes o infortunios. Pero sobre todo la vida más vulnerable y vulnerada: la del no nacido, la del anciano o enfermo terminal, la vida de quien por falta de recursos ante la crisis económica y moral no puede llevar adelante su existencia con dignidad. Son muchas las víctimas de esta vida amenazada, a las que la Iglesia quiere prestar su humilde voz para decir -mal que pese a quien le pese- sí a la vida, a toda la vida, porque en ella siempre se nos susurra o se nos grita Dios. Es un himno a la alegría.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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