Por el Rvdo. Sr. D. Guillermo Juan Morado
El relato de la vocación de Isaías (Is 6) resalta el contraste entre la santidad de Dios y la pequeñez del profeta. El Señor aparece sentado “sobre un trono alto y excelso”, la orla de su manto llena el templo y los serafines le sirven. Y, frente a esta gloria, la humildad de un hombre de labios impuros, que habita en medio de un pueblo de labios impuros. Pero Dios puede purificar lo impuro y destinar a un hombre para ser su enviado.
También Jesús, llamando a los primeros discípulos (cf Lc 5, 1-11), deja transparentar algo del misterio de su gloria: Manda a Simón remar mar adentro y echar las redes para pescar. Contra todo pronóstico humano – habían estado toda la noche bregando sin coger nada - , la pesca resulta prodigiosa.
Hablando del ministerio eclesial, el Catecismo dice que nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado habla con la autoridad recibida de Cristo: “Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida”; en suma, los ministros de Cristo, en virtud del sacramento del Orden, “hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar” (n. 875).
Pero esta desproporción que existe entre la llamada-misión y las propias fuerzas no es un elemento que afecte exclusivamente a aquellos que han recibido el Orden sacerdotal. En realidad, esta distancia se da en todos los cristianos. Es la desproporción entre Dios y el hombre, entre la santidad y el pecado, entre la fe y la confianza en uno mismo, en sus propias fuerzas. Todos los que hemos recibido la llamada a ser hijos de Dios, a creer y a recibir el bautismo, podemos experimentar cada día esta divergencia, que sólo la gracia es capaz de colmar.
La misión consiste en el anuncio, en hacerse portavoces de una Buena Noticia, la Resurrección de Cristo: Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras; se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce, recuerda San Pablo, sintetizando el Evangelio predicado por los Apóstoles desde el primer momento (cf 1 Cor 15). En este anuncio se resume el dogma fundamental de la fe cristiana, proclamado desde el principio. Una fe que “se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos, y de los que la mayor parte aún vivían entre ellos” (Catecismo 642).
Sobre muchas cosas debemos hablar los cristianos, pero la primera de todas las palabras que han de salir de nuestros labios es la proclamación de que Cristo está vivo, porque el amor de Dios es tan fuerte que ha podido excluir la muerte, protestando contra ella, negándola, venciéndola, transformándola, desde dentro, en vida eterna.
La excedencia de la gracia nos obliga a reajustar nuestros cálculos. El éxito de nuestra tarea no radica en pasar las noches enteras faenando, sino en escuchar la palabra de Cristo, dejando que Él obre con su potestad soberana, y, como Pedro, dejándonos apoderar por el asombro que causa la presencia y la actuación del Señor en medio de nosotros: “No temas: desde ahora, serás pescador de hombres”.
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