Cuando el pañuelo de silencio sabe agradecer
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La cuenta atrás ha seguido su imparable recorrido, y el día previsto a la hora
señalada ha sucedido lo que por su protagonista se nos anunció. Benedicto XVI ha
puesto punto final a su ministerio como Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y
Pastor supremo de la Iglesia universal. Nos han vuelto a conmover sus palabras
sencillas y breves, dictadas solamente por su conciencia abierta de par en par
ante el Señor, ante su indisimulada ancianidad con los límites que ésta entraña,
y con delicada obediencia a la misteriosa voluntad de Dios.
Ante la Plaza de San Pedro abarrotada de fieles, salió por última vez
a esa ventana con una serenidad que nos admira. El evangelio del domingo hablaba
de la subida al monte Tabor: «Esta Palabra de Dios la siento de modo particular
dirigida a mí, en este momento de mi vida. El Señor me llama a “subir al monte”,
a dedicarme más aún a la oración y a la meditación. Pero esto no significa
abandonar la Iglesia. Si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda
continuar sirviéndola con la misma entrega y amor que he buscado hacerlo hasta
ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y a mis fuerzas».
Sorprende tanta sencillez, tanta sinceridad, tanto amor de verdadero
padre, ante el empeño de tantos en sus cábalas numéricas para encontrar alguna
razón esotérica en la decisión del Papa. Choca su actitud testimonial de amor al
Señor y a la Iglesia, con los que se entretienen en dibujar los mil laberintos
de motivos oscuros, en donde tantos secretos innombrables serían para ellos las
inconfesables razones de esta decisión papal: conspiraciones de intereses
económicos, de lobbies homosexuales, de ansias insaciables de poder. No faltan
los eruditos de la quimera fantasiosa que apelan a profecías imposibles para
decirnos que estamos ante el final de la hecatombe, ante el ocaso del papado,
ante las postrimerías del cristianismo. Pero podemos decir traduciendo a
Corneille, aquello de que “los muertos que vos matáis, gozan de buena
salud”.
Damos gracias a Dios por el regalo que ha sido Benedicto XVI para la
Iglesia y el mundo de nuestros días. Lo ha sido en la palabra y ahora en el
silencio; en su presencia y ahora en su retiro. Es la misma trayectoria de su
larga maestría como intelectual cristiano que le constituye en uno de los
mejores teólogos de todos los tiempos. También la de su breve y fecundo
magisterio como Papa, que nos ha dejado tres importantes encíclicas, ha
presidido cinco Sínodos de Obispos, y convocó el Año de San Pablo, el Año
Sacerdotal y el Año de la Fe. Una apretada antología de los nombres que han
descrito el itinerario eclesial a través de las catequesis de cada miércoles
(Apóstoles, Santos Padres, Maestros medievales, Santos y Santas). Un precioso
comentario al evangelio dominical en la reflexión antes del Ángelus. Fueron 22
viajes apostólicos por los cinco continentes saliendo al encuentro de culturas,
de pueblos, de mil situaciones en donde la tragedia y la esperanza de los
hombres se estrella o aprende a renacer. Su pasión por la verdad y la belleza,
que le hacían interlocutor respetuoso de quien se supiera mendigo herido de las
mismas.
Infatigable intérprete del verdadero Vaticano II, contra los que por
exceso o defecto se empeñaron en traicionar el concilio. Y no se arredró cuando
hubo de afrontar humildemente los horrores de los errores como la pederastia, y
las torpezas de quienes abusaron de su confianza traicionándole con deslealtad
como el mayordomo.
Un pañuelo de silencio en su partida, lleno de gratitud filial. Como
él ha dicho: invoquemos la intercesión de la Virgen María para que nos ayude a
todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.
Gracias, Papa Benedicto XVI.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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