domingo, 30 de marzo de 2025

“ Su padre lo vio y se conmovió ”. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Nos vemos ya en el domingo IV de Cuaresma, llamado ''Laetare'' -''¡alegraos!''- pues ya hemos superado el ecuador de nuestro camino; ya queda menos para la Pascua esperada y anhelada. Como nos pasa en el Adviento con el domingo "Gaudete" hoy el color litúrgico es diferente, toma un color distinto; no es el morado penitencial ni tampoco el blanco festivo; es un color rosáceo o salmón que nos recuerda en qué punto estamos. Aún en cuaresma; sí, pero con el alivio de vernos ya empezando casi la cuenta atrás hacia la Semana Santa, prácticamente a la vista. La liturgia de este domingo pone nuestra atención en la misericordia de Dios, en su perdón, no como algo abstracto ni como una excusa del todo vale, sino como una certeza que ha de empujarnos a transformar nuestro estilo de vida, a disfrutar de la gracia de vivir no alejados del Señor y los hermanos, sino en paz, y con la premisa de que la misericordia que Dios tiene con nosotros hemos de aplicarla hacia todos los ámbitos de nuestra vida día a día. En la misericordia Dios nos restaura y también nosotros podemos restaurar siendo misericordiosos con los demás.

En la primera lectura del libro de Josué se nos revela un cambio en la vida de aquel pueblo errante y peregrino por el desierto; caminaron esperando llegar a aquella tierra prometida y no habiendo alimento en la estepa fue el mismo Dios quien los alimentó con el "maná". Pero aquí lo que se nos relata es que el maná se acabó por estar ya en la tierra soñada, y donde ya podían alimentarse de los productos de ese lugar. Ahí empezaba su libertad e independencia total, por eso el Señor dice a Josué «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto». La esclavitud no era sólo que no podían salir de aquellas tierras donde eran cautivos y tenían que construir lo que los egipcios les mandaban; no eran dueños ni de su propia tierra y comida, sino que todo les venía impuesto. Por eso, esa primera pascua en Guilgal, ya fuera del desierto, es una acción de gracias a la bondad del Señor para con los suyos que experimentaron de primera mano las palabras del salmista: ''Gustad y ved qué bueno es el Señor''. El tema de la tierra es difícil de entender hoy en España, al igual que el del trabajo; hace años tener tierras y poder trabajarlas era lo más grande, pero actualmente vemos cómo nuestros pueblos se vacían, cómo las fincas para la agricultura cada vez valen menos y son muy pocos los que sueñan con continuar esa labor. Hace años era una vergüenza no trabajar y un orgullo lo contrario, ahora es casi un mérito el vivir sin hacer nada dependiendo de pagas, herencias, pelotazos, trampas, famoseo, sueldos Nescafé... Pero para un judío el trabajo es algo sagrado, por eso siempre han tenido esa fama de ser tan buenos para los negocios. Para ellos es un honor tener un trozo de tierra a su nombre y trabajarla con su sudor, pues les recuerda lo mucho que sus antepasados soñaron para dejar de ser errantes, para no depender del maná y poder vivir del trabajo de sus manos en la tierra prometida.  

El evangelio de este domingo por su parte nos presenta la parábola del Hijo pródigo, una de las páginas más hermosas y profundas del evangelio donde se nos abre de par en par el corazón del Señor que queda en este relato perfectamente descrito. Puede parecernos que sabemos la historia de memoria, que ya poco nos dice y, sin embargo, su profundidad es tal que tras dos mil años de interpretaciones, reflexiones y exégesis sobre estos versículos sigue siendo un mar espiritual en el que sumergirnos. A cada cual nos dice algo diferente y nuevo; con cada gesto, personaje y palabra al fluye en nuestra mente y corazón. A fin de cuentas es un canto de cómo Dios es amor, de cómo nos ama y hasta qué extremos nos sigue amando, esperando y perdonando. En plena Cuaresma este relato es un recordatorio de que el Padre nos llama, nos añora y nos espera para regalarnos su misericordia, para que dejemos la vida de pecado que nos tiene tirados a la altura del barro en que se revuelcan los animales de bellota. Para eso nos espera Dios, no para reprocharnos nada ni castigarnos, pues cuando nos acercamos al confesionario experimentamos exáctamente lo mismo que el hijo pródigo: nos sentimos levantados, abrazados, vestidos de gala y con fiesta en el cielo por nuestro retorno al hogar. 

Cuando nos alejamos de Dios, de la Iglesia, de la vida de fe, perdemos los bienes de su casa, la eucaristía principalmente; este es el banquete al que volvemos con ropas nuevas y en el que podemos participar de nuevo tras haber recibido ese abrazo de perdón que Cristo nos regala en la confesión sacramental, en la reconciliación con Él. Es aquí, en la eucaristía no sólo dominical, sino de cada día, donde gustamos y vemos lo bueno que es el Señor para con cada uno de nosotros, pues Él hace fiesta cada vez que venimos reconociendo que somos frágiles, que necesitamos de su perdón, que tantas veces somos pródigos por caminos muy lejanos a su casa y, sin embargo, como Padre que es, no lleva cuenta de nuestras faltas, no nos las reprocha, sino que en silencio espera que seamos nosotros quienes se las contemos y le pidamos perdón no para condenarnos, sino precisamente para levantarnos volviendo a Él. San Pablo lo explica muy bien en su segunda epístola a los Corintios que también hemos escuchado: ''Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación''. El Apóstol es muy claro; esto no es un invento humano, ha sido el Señor quien dijo a sus discípulos: ''a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados''. Por eso, en esta Cuaresma, no dejemos de preparar nuestro interior para los días santos que se acercan. Jesús sigue siendo el que «acoge a los pecadores y come con ellos» y que decían los escribas; sí, somos nosotros, y qué orgullo saber que Cristo no nos trata como merecen nuestros pecados. Aunque nos hayamos ido de malas maneras, aunque hayamos estado años lejos, aunque lo malgastáramos todo, Él sigue conmoviéndose en sus entrañas al vernos y sale corriendo a nuestro encuentro para abrazarnos y besarnos, para celebrar fiesta y comida por el anhelado reencuentro: "Sí, me levantaré; volveré donde está mi Padre"...

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