Una vez más hemos oído los tambores de guerra, y cuando cabría esperar que tantos avances en el campo científico y técnico, en la comunicación interespacial y en los acuerdos que se iban firmando con carácter planetario con proclamación de derechos humanos y resoluciones entre los países, de pronto estalla de nuevo un conflicto entre dos pueblos en este rincón del Occidente oriental de la vieja Europa.
Se ve que han servido de poco esos acuerdos, esos filtros, tantas cautelas, y que hemos aprendido poco de nuestros errores de guerras civiles en las naciones o de guerras mundiales en todo el planeta. Nuevamente se tiñen de sangre nuestros campos como si florecieran las amapolas más denunciadoras de nuestros desastres. Intereses económicos, intereses de poder, intereses de vanidad personal y de supremacismo nacional, hace que se minusvalore la libertad de las personas y la soberanía de los pueblos, y el triste devenir de tantos inocentes. Unos caen en el campo de batalla cada vez más sofisticado, segando vidas jóvenes, destruyendo casas y haciendas, derrumbando la historia y el arte; otros se ven forzados a huir sin saber a dónde, teniendo como única pertenencia lo que pueden meter en una maleta mal atada o en una mochila volante. Así, entre la muerte y la destrucción, entre la huida prófuga, se dibuja con tintas gruesas y graves, el escenario terrible de una guerra más, sin razón como todas ellas, en nombre de la nada y de nadie. Te sobrecoge este macabro espectáculo, sobre todo cuando tocas de cerca esas vidas supervivientes que van a la deriva con la mirada perdida sin que ninguno pueda darles las razones de tan supremo sacrificio con sus vidas posiblemente tronchadas para siempre. Más te conmueve el ver el miedo en sus ojos, el llanto en sus rostros, y en todas sus fibras la cita cotidiana con el hambre.
No estamos en una retro escena de viejas batallas, lejanas en el tiempo de nuestra época y en el espacio de nuestros lares, sino que estamos ante la tragedia corregida y aumentada de un último delirio que, sin ningún atenuante, vuelve a sembrar la maldad más destructora en el jardín ambiguo y vulnerable de los hombres. Todo iba mediocremente bien en aquel edén primero herido por el pecado originante, hasta que la deriva de la envidia corrosiva, del egoísmo insolidario, de la ruptura con Dios y la enajenación fraterna, dará como resulta el primer asesinato humano, guerra en potencia, con la desalmada y fatal censura invasora de Caín sobre su hermano Abel. De ahí se siguen todas las demás ofuscaciones que han roto la relación con el Padre Dios y los hombres hermanos.
¿Qué podemos hacer?, me preguntan las gentes sencillas que quieren hacer algo. Y yo les respondo: rezar al Dios de la Paz y a la Reina de la Paz, para que muevan los corazones de los señores de la guerra. Acoger a las víctimas de esa desgracia con todos los recursos a nuestro alcance, como se está haciendo. Y revisarnos en conciencia, no vaya a ser que tengamos nuestras pequeñas batallas domésticas, las guerras en ese espacio de vida que a diario pisan mis pies junto a quienes tengo más cerca. Estas tres cosas podemos hacer.
Por eso, nos unimos al Papa Francisco en esa oración de consagración al Inmaculado Corazón de María, pidiendo por Rusia como Ella pidió en Fátima. Por Rusia y por Ucrania también, para que pueda nacer una verdadera paz entre hermanos. Es la conversión a la bondad primera, a la belleza del principio, cuando Dios paseaba con sus hijos al caer de cada tarde a la hora de la brisa. Son los tambores de paz, que mirando a quien la hace posible en su divino Corazón, pedimos que el nuestro tenga ese mismo latido con el pálpito de Dios. Haznos, Señor, instrumentos de tu paz.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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