(Iglesia de Asturias) Un año más, Manos Unidas celebra su Campaña contra el Hambre, en esta ocasión poniendo el acento en la indiferencia hacia los problemas de los más pobres en la tierra. Manos Unidas es una ONG de desarrollo de la Iglesia Católica, formada por voluntarios, que recoge fondos para financiar proyectos en países del tercer mundo. Allí colaboran con organizaciones locales, que trabajan sobre el terreno y solicitan financiación para continuar con la labor que se está llevando a cabo, que suele centrarse en la sanidad y la educación. El funcionamiento de Manos Unidas es bien conocido por los misioneros, que solicitan con frecuencia a Manos Unidas fondos para desarrollar sus proyectos.
Es el caso del misionero Agustín Moreno Muguruza. Ya jubilado y residente en la Casa Sacerdotal de Oviedo, vivió durante 41 años en Zimbawe como misionero del IEME. Una experiencia que considera “un regalo grandísimo de Dios”. De hecho, aunque por diferentes razones regresó a España, en sus planes iniciales pensaba quedarse y terminar sus días en el país africano, que le había acogido durante la mayor parte de su vida. La labor que allí realizó es “inabarcable” de explicar en una breve conversación, “pues la labor del misionero tiene muchas facetas”, como él mismo reconoce. “Hay muchísimo que hacer –dice– primero la parte de evangelización (liturgia, catequesis, bautismos etc.), y después toda la ayuda al desarrollo, que ciertamente es muchísima, y yo en concreto tengo una gran experiencia porque fui director diocesano de la Comisión de Ayuda al Desarrollo Social en dos diócesis”.
A pesar de que Zimbawe no se encontraba a la cola de los países más pobres de África, la zona en la que él se encontraba sí lo era, con grave carestía de agua, agricultura de subsistencia y “problemas de todo tipo”, recuerda. Por eso, entre las muchas colaboraciones que llegó a hacer con Manos Unidas, las principales eran relativas al agua: “solicitamos financiación para hacer pozos, reparación de maquinaria, regadíos, pantanos –explica el misionero–. Manos Unidas también nos ayudó con proyectos de higiene como la construcción de lavaderos públicos o letrinas. En agricultura también trabajamos mucho, nos compraron tractores y semillas, y también la educación, con financiación para construir escuelas, becas para estudiantes, alfabetización de adultos y otro campo importante fue la sanidad, ya que gracias a Manos Unidas pudimos construir hospitales, dispensarios, comprar medicinas o ambulancias y muchas otras cosas”. Fueron muchas las tareas de ayuda al desarrollo que dirigió, dado que la zona estaba marcada por una gran pobreza que «dificultaba todos los trabajos», en todos los sentidos, pero también en los más cotidianos, pues a la escasez de agua se le añadía la de las infraestructuras, carreteras, ríos sin puentes para cruzar, y falta de electricidad en la mayoría de la zona.
La ayuda y el empeño de las organizaciones, entre ellas y en gran medida la Iglesia Católica, por sacar adelante el país y mejorar la situación de sus habitantes, se vio empañada por las relaciones con el gobierno, y se fueron deteriorando a medida que pasaban los años. «El gobierno recelaba de nosotros –recuerda– de las ONG y la Iglesia. Quería controlar el dinero y las instituciones que enviaban ayudas y dinero desde Europa, procuraban no canalizarlas a través del gobierno porque sospechaban de malas prácticas, de tal manera que lo canalizaban a través de estas instituciones, especialmente la Iglesia católica, algo que terminó por estropear las relaciones definitivamente. Los últimos años la relación era muy mala y nos ponían todo tipo de obstáculos».
Cuarenta años largos en África dan para mucho, es toda una vida en la que este misionero llegó a escribir un diccionario y una gramática en Nambia, la lengua que se hablaba en la zona, pero que hasta el momento no se escribía. “No había nada escrito en la lengua, ni para los colegios, ni nada –recuerda–. Tuve que aprenderla, lógicamente, porque era la lengua local, y cuando llegué a dominarla un poco, mis compañeros misioneros me urgieron para que publicara algo, para que también ellos pudieran aprenderla, cosa que yo creía una osadía y que hice a regañadientes. Tardé más de veinte años. Fue un trabajo ímprobo”, reconoce.
También fue testigo de una guerra civil que duró ocho años, en la que perdieron la vida veinticinco misioneros católicos, a manos tanto del gobierno como de la guerrilla, acusados de comunistas y amigos de los guerrilleros por los primeros, y de colonialistas, hipócritas y farsantes, por los segundos. “Yo podía haber sido asesinado, como el resto, pero en realidad lo más duro fue ver el sufrimiento de la gente –recuerda– violaciones, torturas, quemas de poblados. Fue una vivencia muy dura».
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