En este domingo XIII del Tiempo Ordinario el Señor vuelve a presentarnos el gran abismo que separa lo que nosotros nos creemos que somos, de la dura realidad que a la luz de lo divino nunca dejará de ser reclamo a mejorar. Seguimos valorando cuánto en realidad nos fiamos del Señor, qué tamaño tiene nuestra fe: el grano de mostaza, la tormenta en el lago, es todo un cuestionario para un buen examen de conciencia para comprobar si cumplimos verdaderamente el primer mandamiento: ¿amo a Dios sobre todas las cosas? Seguro que en alguna ocasión hemos oído de ese gesto de confianza absoluta entre dos amigos, cuando uno se deja caer hacia atrás con los ojos cerrados en la plena seguridad de que la otra persona no permitirá que llegue al suelo o le ocurra nada. Esto es lo que la Palabra de Dios nos presenta en este domingo: se nos invita a mirar siempre adelante con la esperanza puesta en el único que nos garantiza la seguridad de la vida que no termina.
Así la primera lectura del Libro de la Sabiduría nos regala una primera reflexión sobre la vida y la muerte en nuestra humana existencia, recordándonos que ''Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes''. Como principio elemental nadie crea algo con el fin de destruirlo, por eso nuestra muerte no es algo definitivo ni querido por Dios. Nuestro Creador nos hizo para la inmortalidad, pero como bien nos recuerda la lectura ''la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo''. Hay muchos tipos de muertes, no sólo cuando uno deja de respirar, pues como sabemos y comprobamos cada día, existen vivos que por desgracia tienen una vida sin sentido. Sólo el que vive la vida en clave de Dios, en clave de amor, sabe vivir la vida y la vive con sabiduría. Con Dios sabemos que vivimos para no morir, pues nuestro morir para este mundo es para seguir viviendo con Dios: ''nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos''.
La epístola de San Pablo tomada de la segunda carta a los cristianos de Corinto es un reclamo a vivir esta vida no sólo en coherencia con el evangelio, sino imitando al Señor que siempre tuvo a los necesitados entre sus predilectos. Si hemos descubierto al Señor y aspiramos al cielo no podemos pasar nuestros días acumulando tesoros mundanos que no llevaremos con nosotros, sino que hemos de vivir desde el compartir generoso que nos permite ''atesorar tesoros en el cielo''.
No hay generosidad mayor que la del Maestro, pues como el mismo Apóstol nos dice en su carta: ''ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza''. La vida sólo se vive en plenitud cuando se da, se regala y se orienta en favor de los demás. Cristo dio hasta su propia vida por los demás, ahora nos toca a nosotros imitarle y darnos al menos un poco más a los demás.
El evangelio de este domingo, concatenado exegéticamente con la primera lectura, nos remite de nuevo al sentido y significado de la vida y de la muerte, donde se nos presentan dos historias que más que hablar de curación y milagro son dos relatos de fe: la hemorroisa y la hija de Jairo. Vemos cómo el Señor sana a una mujer viva y a una niña que supuestamente ha muerto; se hace evidente que Cristo es Señor de vivos y muertos. Saber vivir y saber morir tiene una dimensión única sólo entendible desde el ángulo de la fe.
La hemorroisa llevaba doce años enferma y confiando en los hombres se había dejado toda su fortuna en numerosos médicos para verse curada; finalmente, sólo le quedaba una última esperanza: acercarse y tocar a Jesús. Qué grande era la fe de esta mujer que ni siquiera necesita hablarle al Señor, rogarle o mirarle a la cara; se conforma con rozar con su mano el borde de su manto que hizo que en ese mismo instante quedara curada. No la cura la túnica del Mesías, no es el hecho de tocar la ropa, sino su fe; su confianza ciega en que sólo Cristo sería para ella su salud y su vida
Los dos casos de la mujer que sufría flujos de sangre y de la hija del jefe de la sinagoga de Gerasa, están unidos entre sí, pues el evangelista nos revela cómo muchos interpretaron que Jesús no llega a tiempo a socorrer a la pequeña al detenerse y entretenerse en el camino para atender a aquella mujer enferma que padecía un mal vergonzante en aquel contexto histórico y social. Los tiempos de Dios nos son los nuestros, ni nuestras prioridades las de Él. En este pasaje el Señor nos da una lección única de cómo acercarnos a Él: sin exigencias, sino con humildad; de forma sigilosa, personal y discreta, como hizo la mujer enferma.
Finalmente nos encontramos la escena última de la llegada de Jesús a casa del jefe de la sinagoga, que no es ya el hogar de una persona enferma, sino el velatorio de una niña muerta presidido por gritos, lágrimas y lamentos. La niña ciertamente estaba muerta, pero al decir Jesús que estaba dormida no les quería mentir, sino que utiliza la verdadera palabra que define la muerte para los que creemos en Él. Para nosotros la muerte es un sueño, una dormición, por ello no tenemos necrópolis para nuestros muertos sino cementerios -dormitorios- para nuestros hermanos difuntos. La muerte no es algo definitivo, sólo es un paso, y Cristo como nos demuestra que está por encima de esta. El Señor dice apenas dos palabras en arameo que descolocan a todos los presentes: ''Talitha kum'': ¿a quién se le ocurre en casa de un difunto decirle a la persona muerta que se ponga en pie?. Cristo les muestra cómo al igual que el caso de la hemorroísa todo es cuestión de fe, dado que hasta la misma muerte se convierte en puerta para la vida. Jesús concede a aquella niña una prolongación de su vida temporal, para morir años más tarde, pero con ese gesto de devolver un muerto a la vida nos enseña cómo lo difícil para nosotros ahora es saber "dormirnos" cuando nos llegue la hora, no para morir, sino para vivir definitivamente cuando Él nos diga: ¡''levántate''!
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