Andamos en tiempos de la llamada “post-verdad”. Una de las anomalías más severas en esta época de certezas difusas y valores de saldo, de falta de un compromiso real con las causas nobles, basculando los intereses hacia la avidez del poder a toda costa, hacia el dinero a cualquier precio, hacia los placeres de toda frivolidad. Tienen razón esos dos pensadores franceses que definen con realismo este momento cultural y humano: es una sociedad líquida que no tiene en sus cimientos una roca firme sobre la que edificar algo que valga la pena (Zygmunt Bauman). Un mundo que gusta de una ética indolora donde el bien no se busca como horizonte y el mal ya no duele en la conciencia para podernos enmendar, desde un narcisismo apático y el hedonismo del instante fugaz (Gilles Lipovetsky). Todo se usa y luego se tira, porque no vale para hacer de la vida una herencia donde volcar los valores que hemos amasado con nuestros llantos y sonrisas, nuestros aciertos y fallos, nuestras gracias y pecados… para poder dejar un legado hermoso y cribado, fruto de nuestros sudores y nuestros sueños, a la siguiente generación.
La verdad no interesa, como no le interesó a Pilato cuando la tuvo delante en el mismo Jesús. Así ahora se construye un discurso político basado en la mentira calculada con baremos electorales nada más. Sin ninguna moralidad, todo vale, absolutamente todo, aunque haya que hacer trampas de toda calaña y pelaje, corromper al mensajero que hace de correa de transmisión, adorar servilmente al que subvenciona y financia, para llegar al único objetivo que antes señalaba: el poder, el dinero y la lujuria, esos tres dioses de los que hablaba el escritor inglés Thomas Stern Eliot, cuando se desplaza al verdadero Dios que nos pone al servicio de los demás, nos educa en el uso de las cosas ponderadamente y nos concede saber gustarlas con apasionado gusto y mesura.
Esta mentira se relata con calumnias zafias para destruir, difamar y denigrar; se alimenta de la vanidad adolescente de quien va de trepa con su propia ambición, sin importarle jamás la verdad que haría de su profesión algo noble, honesto, aportando impagablemente el bien y la justicia para hacer un mundo mejor. Y cuando desde una poltrona política, desde la pluma o micrófono o cámara en un medio de comunicación, desde una cátedra docente, desde cualquier ámbito laboral, se abarata la verdad, se flirtea con el poder, se arrasa con ideología, se reescribe la historia para contarla como no sucedió, entonces hay insidia, división y enfrentamiento, para imponer sólo un delirio que va contra la vida en todos sus tramos, contra la libertad que sufre acoso dictatorial, y el ataque gratuito contra el hecho cristiano y lo que la Iglesia ha generado a través de los siglos en caridad, compromiso con los pobres, cultura admirable y esperanza en los pueblos.
Si eres diana de ese ataque, como yo lo he sido hace unos días por parte de personas que roban a una institución de Iglesia y luego te denuncian como ladrón ante jueces y medios de comunicación cómplices de su calumnia, experimentas sólo un ratito el látigo de tanta maldad orquestada. O de quienes viven en el rencor y para el resentimiento, siendo víctimas del síndrome de Galapagar, que ven chalets donde no los hay. Pero la verdad triunfa, en los tribunales y en la opinión pública, y Dios sale garante de los que ponen su confianza en su favor para venir en tu ayuda. No sólo Él, sino mucha gente buena que ha querido acercarse de tantos modos para darme el ánimo -que no he perdido-, para mostrarme su afecto -que no merezco-, a fin de seguir en el empeño de ayudar a construir con mi pueblo cristiano una sociedad que tenga el sello del sueño de Dios sobre sus hijos, y no la sombra de nuestras pesadillas trucadas. Mil gracias a tantísima gente que ha querido así acercarse sabiendo de mi inocencia, y desmantelando la mentira calumniosa de quienes no son gente de bien.
+ Jesús Sanz Montes, Arzobispo de Oviedo
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