Avanzando en el Tiempo Ordinario celebramos ya su V domingo. La Palabra de Dios, con una actualidad absoluta, nos acerca hoy a una realidad que vivimos: ''el sufrimiento''. Es éste un tiempo de sufrimiento, enfermedad y muerte. Por eso Jesús se presenta en este momento como salud para nuestras enfermedades corporales y espirituales. La palabra del Señor no es ajena a nuestras realidades, sino que siempre quiere incidir de forma clara y concreta en nuestro presente.
Los cristianos no vivimos de rituales vacíos o repetitivos, sino que nos mueve una necesidad siempre real y actual. Hemos descubierto a Cristo y no sabemos vivir sin alimentarnos de su Palabra y de su Cuerpo. Pero no nos quedamos este acontecimiento para nosotros mismos, tenemos la obligación y la necesidad de comunicarlo y transmitirlo. Es lo que nos explica en esta epístola San Pablo. Él no se dedica a hablar de Jesús por todas partes por entretenimiento, porque se le de bien o para vanagloria personal, sino que es consciente de que su obligación como bautizado es transmitir a su vez lo recibido. El apóstol es claro: "No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!". Pensemos por un momento que alguien nos pide buzonear en nuestro pueblo una estupenda oferta comercial, seguro que pese a saber lo óptimo del producto, primero ajustaríamos la paga del trabajo. El Apóstol nos aclara al respecto: la paga es ''Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde". ¿Cómo puede ser que el pago de un trabajo sea hacer ese trabajo? He aquí la diferencia; la vivencia y conocimiento del Evangelio no es un trabajo, sino una obligación de todo bautizado; no podemos quedarnos para nosotros el conocimiento de Dios, sino vivirlo y transmitirlo: esa es la mejor y mayor paga.
El premio, el pago, la recompensa por ese servicio que brota automáticamente del corazón del que se ha encontrado con Cristo, no lo recibiremos aquí; nos toca en este momento hacernos voluntarios y servidores de este cometido, hacernos débiles para ganar a los débiles para Dios; hacer lo que haya que hacer para que el evangelio sea conocido y vivido. Así nos lo recuerda Pablo: ''me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y hago todo esto por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes''. Esforzarnos para lograr anunciar el evangelio a nuestros coetáneos no es un oficio, sino una gracia que se convierte en obligación. Somos llamados a salir a nuestro mundo herido, enfermo y deprimido, para cantar con el Salmista: "Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados".
La primera lectura de Job está en la misma línea cuando escuchamos las palabras del profeta: ''El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero; Como el esclavo, suspira por la sombra, como el jornalero, aguarda el salario''. Es un texto que muestra una visión pesimista del hombre reflexionando sobre su existencia y que viene a resumirse en trabajar constantemente por un jornal. En este pasaje que forma parte del llamado ''Canto de la Miseria'', parece que la vida en sí es mala, como si todo fueran obligaciones, ataduras y trabajos. Y es que este relato es una hoja en blanco y negro a la que nosotros mismos hemos de darle color, el color que aporta la venida del Mesías para poner luz donde hay oscuridad, esperanza donde hay frustración y salud y vida donde hay enfermedad y muerte. Job hace un canto de desesperanza -propio del Antiguo Testamento- cuando aún no ha llegado Jesucristo, el cual invertirá los términos y parámetros valorativos. Nuestra existencia terrena no es un mero tobogán hacia la muerte, sino el comienzo de una peregrinación hacia Dios que hemos de sentir, vivir y anunciar.
Y esta vida nuestra en el aquí aquí y ahora de nuestro mundo y circunstancias no está exenta de pruebas y cruces; así le ocurría a la suegra de Pedro, la cual se encontraba en cama con fiebre. Jesús que venía de la sinagoga con Santiago y Juan, al llegar a casa de Simón -al que después llamará Pedro- y de su hermano Andrés, se encuentra con la realidad de la enfermedad. Esta pobre mujer estaba mal y se lo hacen saber al Señor. Aquí vemos de nuevo la visión pesimista de la vida que nos expuso Job: Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, y que mis ojos no verán más la dicha. Jesús viene a cambiar esto; si el domingo pasado rompió el concepto sobre los endemoniados sometiendo al maligno, hoy vuelve hacerlo con los enfermos físicos. Ningún mal psíquico o físico es castigo de Dios; es más, el mismo Hijo de Dios muestra su cercanía al sufrimiento para aliviarlo. Jesús se presenta en Cafarnaúm como libertador que libra a las personas de los males que les esclavizan. Lo primero que hace con la mujer enferma es tomarla de la mano y levantarla de su postración; de inmediato "se le pasó la fiebre y se puso a servirles". Quien tiene fe, quien confía en Dios, nada teme; cuando lo reconoce y siente su acción se pone a su servicio y no puede reprimir en su interior anunciarlo y comunicarlo.
Por eso se corre la voz y las gentes acuden en masa llevando a sus enfermos, más saben que no se acercan a un curandero o milagrero oportunista, lo que Jesús entrega es alegría de saberse amados, sin olvidar que el Señor está saltándose las normas; Jesús toca a los enfermos que eran personas impuras y, sin embargo, los besa, los toca, los abraza, los levanta... A los judíos no sólo les impresionaba su poder de curación, sino su absoluta cercanía hasta el punto de tocar a los que eran rechazados por considerarlos impuros y pecadores. La sanación de Jesús va mucho más allá de lo mental o corporal; la salud que nos regala el Señor va unida a la fe y a la esperanza, a una nueva vida más allá de la corporal y conocida.
Después de curar a tantos enfermos se va a un descampado a orar. De este extraño comportamiento entresacamos dos ideas bien claras: por un lado el Señor huye de las masas una vez que ha cumplido su misión, y escapa de las alabanzas y vítores que le aclaman incluso como gobernante. La fama no es su objetivo. La segunda es: ¿de dónde saca Cristo su fuerza? El Señor se marcha a un descampado para orar en soledad, para alimentarse de la intimidad del Padre. La oración es su fuerza. Los discípulos van a buscarle y le dicen ''todo el mundo te busca'', pero Jesús sólo asiente y dice: ''Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí''. Da por terminada su labor en aquel lugar y ahora pretende ir donde aún no le conocen. Aquí entendemos las palabras de San Pablo: ''¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!'', que es lo mismo que decir si no sigo los pasos del Maestro. Jesús lo dijo primero: ''para eso he salido'', para sanar y curar a los que me buscan y esperan, y a los que no.
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