Era escaso el equipaje. Muy larga la andadura de un viaje de improbable regreso. Los veía subir al barco con su atuendo típico de sayal largo y sobrero de ala grande. Como única enseña una cruz que pendía sobre su pecho. Saludaban a sus familiares y amigos, a sus compañeros que quedaban todos en tierra mientras subían por la rampa de un barco con un destino lejano e incierto. Así pude ver desde niño la partida de tantos misioneros en los documentales que nos ponían en el colegio o en la parroquia. Jóvenes sacerdotes o religiosas que así con esa guisa se encaramaban en el barco rumbo al cumplimiento de su vocación misionera tantas veces soñada, durante tanto tiempo preparada con esmero, escenificando de ese modo el adiós a tantas cosas: sus familias, su tierra, su lengua, sus costumbres. Todo quedaría atrás con el mecer de las olas que surcaría la nave que los alejaban de lo que hasta ese momento habían sido sus vidas.
Estamos despidiendo en Asturias a un misionero en estos días. Alfonso Pombo, de esa hermosa y profunda cuenca minera que tiene en Mieres su cabecera. Pero no irá con el atuendo que a mí me impresionaba de niño. No subirá a un barco que poco a poco lo alejará de nuestras costas y riberas. No es religioso ni sacerdote. Es un laico. Ha vivido su fe y su compromiso cristiano en su parroquia, ha trabajado como profesor en colegios y llevará también su saber como ingeniero químico en el fardo de su entrega.
Llevaba tiempo acariciando esa posibilidad, y la divina Providencia le ha abierto la senda para que pueda cumplir con pasión y gozo la realización de su llamada recibida, de la vocación para la que Dios mismo le convoca y le envía.
Tuvimos la Eucaristía en la que hicimos el sencillo y emotivo ritual del envío. Allí estábamos un buen grupo dentro de las medidas a las que las circunstancias nos obligan. Su madre y hermanos, sus amigos, el grupo de su parroquia, sacerdotes y religiosas, jóvenes y alumnos. Era una celebración de familia en el sentido más hermoso de la palabra, porque la Iglesia diocesana estuvo allí representada y presidida por mí como Arzobispo. Quería hacerlo para significar que el abrazo que le dimos no era una simple despedida al uso, sino un modo de expresar que él se llevaba todo lo que somos como Iglesia que camina misioneramente, y al mismo tiempo que él nos dejaba su testimonio para que nuestro corazón se dilate también más “católicamente” hasta los confines de la tierra. No era el adiós privado a alguien que individualmente toma esa decisión, sino el adiós comunitario de quienes sabemos que Alfonso es un querido hermano que marcha con el apoyo, la gratitud y la oración de todos nosotros. Tanto es así que algo de nosotros marcha para Honduras, y algo de Alfonso se ha sembrado entre nosotros como semilla.
Cuando la tentación es la de encerrarnos en el búnker del miedo, de confinar incluso la esperanza, es muy hermoso ver partir a este querido hermano laico cristiano que como hijo de la Iglesia marcha para un proyecto misionero coordinado por la asociación OCASHA-Cristianos con el sur, en Honduras, donde trabajará con comunidades rurales en la formación de los jóvenes. Es un gesto más de los muchos que nuestra diócesis asturiana ha vivido a lo largo de su historia. Ir a anunciar el Evangelio de Cristo, a llevar al Señor que enciende luz en nuestras penumbras, pone en nuestras manos la paz que sutura nuestros conflictos, y nos hace portadores de la gracia que transforma nuestros pecados en una vida renovada y llena de la verdadera alegría.
Le deseamos lo mejor a Alfonso. Que el Señor que lo ha llamado le dé fortaleza y que nuestra Santina lo cuide cada día. Será un regalo para esa Iglesia hermana de Tegucigalpa, una bendición para tantos hermanos jóvenes, y para nosotros un reclamo para tener el corazón y la mirada abiertos para anunciar aquí la Buena Noticia.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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