La sorpresa inesperada
Ha sido para muchos de nosotros una noticia que nos ha hecho pensar en lo que realmente importa, en lo que vale la pena mirar de frente y escudriñar qué mensaje se nos puede estar deslizando ante algo que nos desborda y que no logran gestionar ni controlar nuestros mandos de la máquina global.
Un día cualquiera hace poco más de una semana, sin cita previa ni previsible, un compañero y querido hermano, D. Juan del Río, arzobispo castrense, entró en el hospital aquejado por el mal de la pandemia que nos zarandea. En tan sólo unos días se agravó tanto su cuadro clínico que fallecía sin poder despedirse de los suyos, ni ordenar papeles y asuntos varios, sin reajustar cosas pendientes o delegarlas a buen recaudo. Así, con esa impostura que no admite negociación alguna, este buen hermano inició su último viaje hacia esa tierra y casa de las que todos somos lentos peregrinos y humildes viandantes. Él era amigo de comunicar de todos los modos posibles la vida de evangelio que llevaba dentro, y puso un último mensaje en su cuenta de twitter desconociendo que era el más postrero y decisivo de todos: «Hay que estar preparados para encajar las sorpresas buenas y malas de la vida, en las cuales también está Dios, aunque a veces no lo veamos. Por eso hay que suplicar: “Señor enséñanos a calcular nuestros años”(Sal 90)». Impresionante.
Si este era el baño de realismo que como último mensaje me dejaba este buen hermano en el día de su funeral, por la tarde se venía a completar con otra de esas “sorpresas” a las que se refería su twitt. Tenía unas confirmaciones en una parroquia asturiana, en Pola de Laviana. La iglesia estaba llena según las medidas que ahora hemos de observar. El grupo de jóvenes era realmente precioso. Todos quinceañeros. Bien en sus estudios, cercanos a la parroquia, sin estragos con sus familias y sus círculos de amigos. Eran los jóvenes cristianos que con sencillez viven sus años, sus sueños, todo lo que supone esa edad tan especial de una juventud llena de posibilidades.
La celebración estaba bien preparada, así como los jóvenes en su catequesis. Los dos catequistas eran un poco mayores que ellos, novios entre sí desde no hacía tanto, que vivían su camino al matrimonio con una belleza y responsabilidad que te despertaba la esperanza en estos tiempos de confusión ideológica y jaleo populista. Las chicas que iban a ser confirmadas (sin detrimento de lo mismo que se podía observar en los chicos), estaban atentas, muy bien vestidas, y tenían ellas una hermosura que las hacía especialmente bellas en esos rostros, a pesar de las mascarillas.
Pero el último en confirmarse era un joven que su madre lo traía en una silla de ruedas. Adolecía de una parálisis cerebral profunda. Al acercarlo, le dije a su madre y madrina: tu hijo no es un despiste de Dios, ni un fallo creador, tu hijo es un regalo y te doy las gracias por haberlo traído esta tarde a su confirmación. Ella me respondió: mi hijo es una bendición, y por él doy gracias a Dios cada día. Al hacernos la foto al final de la celebración, quise ponerme con él en la primera fila. Detrás estaban los demás compañeros de confirmación, las chicas y los chicos, todos ellos guapos y listos. Pero Luis Eduardo me miró en un momento, y clavando sus ojos en mí según me inclinaba para darle un beso en la frente, me regaló una sonrisa imborrable. Una foto furtiva captó el momento y la subí a mi Instagram inmediatamente. Porque este joven es una sorpresa de la vida, esa vida que las manos providenciales del buen Dios tienen en su agenda, y que pasa por el sí de unos padres que se asoman a ella viendo lo que en ella les muestra Dios. Como dice Samuel, «Dios no se fija en la apariencia, sino que ve el corazón» (1 Sam 16,7). Un regalo, sí, cuando la sorpresa se hace abrazo inesperado e inmerecido, de un Dios que acompaña mis pasos y nutre mi confianza.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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