(De profesión Cura) Es como si una invisible barrera nos impidiera llegar al fondo de la cuestión. Constantemente leo y escucho lo que deben ser las prioridades de la Iglesia en esta hora del mundo. Unas veces que si el agua, otras que los pueblos amazónicos, por supuesto los pobres, las mujeres que sufren violencia, los emigrantes, los jóvenes, la gravísima cuestión de los abusos, el mundo homosexual, la violencia, el entendimiento con otras religiones.
Me van a permitir que a todas estas cosas me refiera con el nombre de chapuzas y complejos. Uno que es así.
Es como sí un médico, al llegar a un enfermo, nos dice que tiene fiebre, escalofríos, problemas intestinales, confusión mental y taquicardia. Perfecto, eminentísimo doctor en medicina. Pero habrá una causa… porque de lo contrario nos iremos limitando a poner alivio a los síntomas, pero todo será inútil si no somos capaces de atacar a la raíz del problema, sea infección, accidente, tumor o descompensación metabólica.
En la Iglesia hace mucho tiempo que nos hemos convertido en especialistas de síntomas ajenos. A la que te descuidas te sueltan una catequesis o similar, perdón por el nombre, sobre el calentamiento global, la desaparición de los pueblos amazónicos, la degradación de los arrecifes coralinos, el agujero de ozono y la contaminación de los vehículos diésel. Otra catequesis, más humana, pondrá sobre la mesa la realidad de la pobreza, la inmigración, la violencia, la guerra, el tráfico de drogas o de órganos. Incluso hasta somos capaces de hablar de la catequesis, de niños y jóvenes, de la crisis de las familias cristianas. Vale. Pero todo esto no son más que síntomas.
La raíz de todos nuestros problemas está en la ausencia de Dios y el olvido de Jesucristo. Nos hemos alejado de Cristo, ha entrado el pecado en nuestro corazón y desde ese momento no pensamos ya más que en nuestra conveniencia sea a costa de los arrecifes, los indígenas, los inmigrantes o la manipulación de la catequesis para que no nos complique la vida.
No sirve de nada, o de muy poco, clamar contra los violentos y bárbaros de este mundo (especialmente Trump, que los de la cuerda de Maduro son otra cosa), y poner de manifiesto las injusticias de una sociedad de la que todos forman parte menos uno mismo. Lo más que se saca en limpio es un arreglillo de momento, un mea culpa muy temporal, alguna subvención y un compromiso siempre incompleto de cuidado del medio ambiente.
La única forma de solucionar de una vez por todas el mal de este mundo, está inventada y se llama conversión a Jesucristo. La raíz de todos los males está en el pecado original y sus consecuencias para toda la humanidad. Por un hombre, Adán, entró el pecado en el mundo. La única solución, volverse a Cristo, convertirse a Él, y comprender, de una vez, que lo que nos jugamos con nuestra forma egoísta de vivir es mucho más que el planeta, nos jugamos la vida eterna.
Por eso me atrevo a decir que nos es urgente volver al núcleo de la predicación, que no es otra cosa que predicar a Cristo, y este crucificado por nosotros. Lo demás no dejan de ser ejemplitos de lo que sucede cuando el hombre abandona a su Señor para vivir solo para sí mismo.
Una persona que se encuentra con Cristo, le entrega su vida y se convierte de corazón es el único remedio ante el mal de este mundo. Y esto hay que proclamarlo por activa y por pasiva, en la iglesia y en la ONU, en la última ermita y en el mayor de los parlamentos. ¿Queremos paz y justicia? Volvamos a Cristo. No hay otra.
Es que hay gente que no cree. Sí. Por eso se predica. Para que crean, se conviertan y se entreguen a su Dios. No para que los corales se reproduzcan sin plásticos.
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