Todos estamos
acostumbrados a ir a funerales de parientes y amigos u otros sucedáneos
parecidos -pues la muerte es una llamada inapelable- y en ellos, más allá de la
encomienda del difunto muchas veces nos encontramos con panegíricos que
ensalzan sublimemente las bondades y méritos del finado, elevándolo casi a la
santidad súbita.
Los funerales cristianos
son, ante todo, una oración a Dios pidiendo su clemencia misericordiosa por
aquel o aquella que parte de nuestro mundo y de entre nosotros, precisamente
porque ni nuestro mundo ni ninguno de los que lo habitamos somos “santos”, sino
pecadores. De ahí la necesidad del arrepentimiento sincero, de la conversión
del corazón y de la oración para ellos por parte de aquellos que aún quedamos, pidiendo al
buen Padre Dios su misericordia.
Cuando la
muerte nos alcanza, ésta no cambia nuestra realidad pecadora hasta ese momento, y por eso necesitamos estar preparados para cuando llegue; por eso ante esta realidad
que normalmente desconocemos en la persona difunta celebramos una “misa
exequial” por sus pecados, tratando de suplir sus propias limitaciones, las
cuales a la hora de morir no garantizan su pasaporte definitivo a la vida
eterna.
Es sorprendente
cómo cuando uno muere nadie habla mal de él/ella y, sin embargo, quien no ha
sido “bueno” en vida, no supera su maldad ni alcanza la santidad por la misma
muerte. Como hemos dicho, necesitamos rezar mucho por nuestros
difuntos y hacer un funeral como Dios manda. Tampoco le bastan a un bautizado
celebraciones “light”, muchas veces por un puro acomodo familiar a la estética
social de un duelo otras tantas veces vacío de contenido y que en más de una
ocasión enervarían al mismísimo difunto/a.
Sin la menor
duda y paralelamente, hay personas que fallecen en olor de santidad; aquellas que
mientras estuvieron entre nosotros manifestaron ser muy especiales en su
relación con Dios y con los de su alrededor. Los santos se han distinguido
precisamente por esto, por ser el reflejo de Dios en sus vidas y ser espejo
y modelo para que los demás podamos alcanzar también gracia ante Dios.
Todos acudimos
en alguna ocasión a nuestros santos de especial devoción, y lo hacemos no pocas
veces con una visión dulce y aterciopelada, olvidando que fueron personas de
carne y hueso como nosotros, y, muy posiblemente, también pecadores en algunos
momentos de sus vidas… Qué duda cabe que en nuestro mundo sigue habiendo santos
y santas; de igual modo que los conocidos en el “calendario litúrgico”, muchos -seguramente
más- desconocidos y anónimos que reposan en nuestros cementerios. Por tanto, la
santidad sigue siendo posible incluso en nuestro tiempo; ahora bien, es la
misma vida y sus actos la que nos conduce o no a ella, pues aunque haberlos haylos, la muerte, por sí
misma, no nos hace santos.
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