sábado, 7 de abril de 2018

«Si no meto mi mano en su costado, no creeré». Por Raniero Cantalamessa


Juan 20,19-31

«Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío”. Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”».

Con la insistencia sobre el suceso de Tomás y su incredulidad inicial («Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, no creeré»), el Evangelio sale al encuentro del hombre de la era tecnológica que no cree más que en lo que puede verificar. Podemos llamar a Tomás nuestro contemporáneo entre los apóstoles.

San Gregorio Magno dice que, con su incredulidad, Tomás nos fue más útil que todos los demás apóstoles que creyeron enseguida. Actuando de tal manera, por así decirlo, obligó a Jesús a darnos una prueba «tangible» de la verdad de su resurrección. La fe en la resurrección salió beneficiada de sus dudas. Esto es cierto, al menos en parte, también aplicado a los numerosos «Tomás» de hoy que son los no creyentes.

La crítica y el diálogo con los no creyentes, cuando se desarrollan en el respeto y en la lealtad recíproca, nos resultan de gran utilidad. Ante todo nos hacen humildes. Nos obligan a tomar nota de que la fe no es un privilegio, o una ventaja para nadie. No podemos imponerla ni demostrarla, sino sólo proponerla y mostrarla con la vida. «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?», dice San Pablo (1 Corintios 4,7). La fe, en el fondo, en un don, no un mérito, y como todo don no puede vivirse más que en la gratitud y en la humildad.

La relación con los no creyentes nos ayuda también a purificar nuestra fe de representaciones burdas. Con mucha frecuencia lo que los no creyentes rechazan no es al verdadero Dios, al Dios viviente de la Biblia, sino a su doble, una imagen distorsionada de Dios que los propios creyentes han contribuido a crear. Rechazando a este Dios, los no creyentes nos obligan a volvernos a situar tras las huellas del Dios vivo y verdadero, que está más allá de toda nuestra representación y explicación. A no fosilizar o banalizar a Dios.

Pero también hay un deseo que expresar: que Santo Tomás encuentre hoy muchos imitadores no sólo en la primera parte de su historia -cuando declara que no cree-, sino también al final, en aquel magnífico acto suyo de fe que le lleva a exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!».

Tomás es también imitable por otro hecho. No cierra la puerta; no se queda en su postura, dando por resuelto, de una vez por todas, el problema. De hecho, ciertamente le encontramos ocho días después con los demás apóstoles en el cenáculo. Si no hubiera deseado creer, o «cambiar de opinión», no habría estado allí. Quiere ver, tocar: por lo tanto está en la búsqueda. Y al final, después de que ha visto y tocado con su mano, exclama dirigido a Jesús, no como un vencido, sino como un vencedor: «¡Señor mío y Dios mío!». Ningún otro apóstol se había lanzado todavía a proclamar con tanta claridad la divinidad de Cristo.

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