En noviembre comienza el mes con flores en las manos. Es el homenaje que hacemos a los santos todos, entre los cuales estarán no pocos de nuestros difuntos. Todos los Santos es la fiesta de la canonización que Dios hace discretamente, teniendo por ara de sus elegidos el altar eterno de un cielo que no acaba. No son calabazas vacías con velas que se apagan, sino la belleza de una casa encendida cuya calidez nunca declina, ni se extingue su luz, estando como está habitada por el Dios de la Vida que junto a sus hijos allí adentrados gozan la paz que no termina. Si tuviera una paleta de colores acaso acertaría a describir con pinceles el ambiente de esta época tan nuestra. Si tuviera un pentagrama virgen, tal vez lo llenaría con las notas propias de la magia serena. Lo haré con mi pluma sobre el papel de esta carta semanal a vuelatecla. Tiene color malva noviembre, y su tono pastel pinta de morado el recuerdo que hacemos de quienes nos han precedido en la vida y en la fe. El camposanto cristiano es un cementerio, no una necrópolis. Los clásicos llamaban al lugar donde enterraban a sus difuntos precisamente así: necrópolis, ciudad de la muerte. Los cristianos tuvieron desde el principio este gesto piadoso no sólo de enterrar con toda dignidad a quienes morían, sino de venerar su memoria con las flores, las lágrimas y la oración.
Vamos allí para recordar a nuestros difuntos. Se nos escaparán las lágrimas sin amargura sino agradecidas por tanto recibido de ellos; pondremos con afecto unas flores como homenaje penúltimo con nuestra gratitud por tanto como en ellos y por ellos se nos dio; y con ese sentido ritual cargado de afecto, elevamos nuestra plegaria rezando por ellos.
Recordamos que somos una familia que camina hacia el cielo: unos seguimos la marcha por nuestros senderos y vericuetos, entre las luces y las sombras, las dudas y las certezas, los aplausos y los desprecios; otros han llegado ya a la antesala de ese cielo dando comienzo a la espera a que vuelva el Señor, cuando con delicadeza les llame mientras los halla durmiendo, pues esto es lo que significa la palabra cementerio: ciudad de los que duermen mientras esperan que vuelva Jesús eternamente despierto.
Agradecemos en nuestros seres queridos lo que con sus labios Dios nos dijo, y lo que con sus manos nos bendijo de tantas maneras; ellos nos acompañaron en los caminos variopintos que pinta la existencia; fueron pañuelo de nuestras lágrimas, sabios que nos dieron consejos, que supieron brindar con nuestras alegrías y quisieron para nosotros el bien más sincero. No acertaron a dárnoslo todo porque quizás no todo lo tenían, pero a su modo nos dieron la propia vida en la tierra con anticipado sabor de cielo.
Por este motivo no únicamente queremos acercarnos a nuestros cementerios con las flores de nuestro recuerdo y la sonrisa de nuestro agradecimiento, sino también con nuestra plegaria rezando por ellos. Pedimos lo que el mismo Cristo prometió, lo que nos dio cuando resucitando venció su muerte y la nuestra, dejando Él como el primero su sepulcro vacío como también creemos que quedará el nuestro.
Tiene noviembre este aire de noble nostalgia, tiene este color humilde malva y ceniciento, huele al olor de castañas asadas y es sabroso como la sidra en su sorbo dulcero. Esto en Asturias lo llamamos “amagüestu”, en donde con la tradición de nuestros mayores y la ilusión de los más pequeños, seguimos viviendo con gozo sereno el sentido que tienen los días otoñales cuando llama a nuestra puerta este bendito y mágico tiempo. Descansen en paz nuestros difuntos durmientes, vivamos con dignidad y verdad los que existimos aún con los ojos abiertos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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