“Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenia radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él”. Hemos escuchado hoy este pasaje del libro del Éxodo.
La santidad de Dios hace que todo se convierta en radiante y que, en cierto modo, imponga una distancia. Dios no es una realidad de “andar por casa”. Dios, que es real, supera toda realidad ordinaria. Dios, en sí mismo, abre la esfera de la gloria, de la majestad, de la santidad. Algunos, como Moisés, han sido elegidos para acercarse un poco más a este misterio.
Otros, como los ángeles, son testigos de la riqueza de la santidad divina. Los ángeles son las criaturas espirituales que rodean a Dios. Esto significa que donde está Dios están los ángeles. Y Dios está en todas partes. Los ángeles, también.
Me preguntaba hace pocos días una feligresa muy atribulada: “Me han dado un disgusto. Me han dicho que no existe el ángel de la guarda. Y me he llevado un disgusto, porque siempre he sido devota de este ángel”. Obviamente, le respondí que la habían engañado. Claro que existe el ángel de la guarda: “Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida” (San Basilio Magno, Adversus Eunomium, 3, 1).
Para mí es mucho más de recibo ese testimonio de San Basilio que la opinión del último iluminado al respecto. Y no pretendo decir que el único testimonio a tener en cuenta en este tema sea el de san Basilio.
Uno de mis cuadros preferidos es “Cristo muerto sostenido por un ángel” de Antonello da Messina, conservado en el Museo del Prado. Donde parece que Dios no está, en la muerte de su Hijo, está un ángel. Los ángeles están donde, a nuestro modo de entender, Dios no está o ya ha dejado de estar.
Los ángeles nos abren el camino del misterio de Dios, el acceso a su divinidad. Los ángeles están siempre, sin que los notemos, a nuestro lado. Y su presencia se “concentra” donde el puente entre Dios y los hombres es más amplio: en los misterios de la vida de Jesucristo y en la vida de Nuestra Señora. No solo Cimabue, sino todos los artistas ven a María como la Reina de los ángeles.
Hay una pequeña pieza, un esmalte de Limoges, conservado en el Museo Metropolitano de Nueva York, que me emociona mucho. Ese esmalte es una parte de lo que, en su momento, fue una cruz procesional. Quedan dos ángeles. Que portan incensarios. Como haciendo homenaje, en alabanza, a la santidad de Dios.
Casi sin pretenderlo, esos ángeles que alaban a Dios en un precioso icono de esmalte, nos recuerdan el verdadero sentido de la vida.
Lo principal es saber quiénes somos. Y solo podremos saberlo si nos situamos en ese ecosistema de la sabiduría y de la alabanza que es el reconocimiento de Dios.
Los ángeles sencillos, con sus incensarios, somos, o podemos serlo, cada uno de nosotros, si hacemos de nuestra vida un culto razonable a Dios.
Dios no nos pide más. Ni nuestra ofrenda podría ser más bella. Si una pequeña imagen de un esmalte de Limoges nos conmueve, ¿cómo no va a hacerlo la vida cristiana vivida en serio?
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