La lección de Vinney, sacerdote de Ars, sobre la entrega a una parroquia grandes dosis de humildad, firme creencia y dulzura en el trato
Cualquier cura que toma en serio la fe y el amor sabe que tiene que ir cuesta arriba, pero también que esa entrega dará siempre fruto abundante. Y eso es lo que me encuentro al releer la biografía de Trochu sobre el Cura de Ars.
El primero de mis asombros me viene por los vecinos del pueblo, que todos los días veían, antes de rayar el alba, a su cura, con una linterna, pasar de la casa parroquial a la iglesia. Luego se encaminaba al presbiterio, y allí se ponía de rodillas. Fijaba sus ojos en el sagrario, y allí su corazón se expansionaba cargado de deseos, y esta era su oración en voz alta:''Dios mío, decía, concededme la conversión de mi parroquia; consiento sufrir cuanto queráis durante toda mi vida''.
La segunda historia tiene que ver con las zancadillas de sus colegas sacerdotes. Algunos no veían con buenos ojos que la gente acudiera a confesarse a Ars, y uno de ellos, llamado Borjón, se permitió escribir una carta, en la que le decía lo siguiente: - Señor Cura, cuando se sabe tan poca teología como usted, no se debe sentar uno en el confesionario.
Y el bueno de Vianney le contestó con toda la sencillez del mundo: -¡Cuantos motivos tengo para amaros! Vos sólo me habéis conocido bien. Puesto que sois tan bueno que os dignáis interesaros por mi pobre alma, ayudadme a conseguir la gracia de ser relevado en mi encargo, del que no soy digno a causa de mi ignorancia, y pueda retirarme a un rincón para llorar allí mi pobre vida.
Y a la hora del desprendimiento y de la penitencia, no había retórica, sino hechos. Desde el día de su llegada, Vianney dio su colchón a unos pobres. Durante muchas semanas bajó a tenderse por espacio de unas horas sobre unos sarmientos que había depositado en un rincón de la planta baja de la rectoral. A causa de la humedad de su casa contrajo una neuralgia facial que le hizo sufrir durante quince años; entonces en lugar de irse a su cuarto, se fue a dormir al granero. Y quien lavaba sus camisas, Catalina Lasagne, sabía de su penitencia, porque la parte izquierda de sus camisas estaba completamente deshecha y manchada de sangre.
Cuento estas pequeñas historias porque al cura de Ars los curas de hoy le tenemos que poner un sobresaliente. Pequeño de estatura, enjuto y desfigurado, de cabellos blancos, marcado por las sagradas cicatrices de la penitencia, sobresalía por su humildad.Pero creía en Dios descaradamente y nunca perdió la dulzura en el trato con sus feligreses. Y este cura de aldea, nos recuerda, que la gente no cambia por la oratoria, sino por la santidad y limpieza del corazón.
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