Chesterton denunciaba hace un siglo que el mundo se había llenado de virtudes cristianas que se habían vuelto locas. Y las virtudes se vuelven locas desencarnándose, convirtiéndose en eufóricas (y eufónicas) entelequias que dejan de interpelarnos personalmente, para convertirse en apelaciones genéricas y pomposas exhortaciones, en un grandilocuente ‘llamarse a andana’ en el que, a la vez que pasamos de largo ante el viajero que yace postrado en el camino, exigimos que otro (un ‘otro’ omnipotente y abstracto en el que delegamos nuestro compromiso) se ocupe de socorrerlo. Así, las anticuadas obras de misericordia (dar de comer el hambriento, dar posada al peregrino, etcétera) se han convertido en filantrópicos brindis al sol. que el Estado dé posada al peregrino, que los comedores municipales den comida al hambriento, etcétera. A fin de cuentas, esos comedores y posadas se financian con nuestros impuestos; y, mientras tanto, nosotros podemos seguir participando en manifestaciones tan ricamente.
La filantropía ha encontrado una causa de relumbrón en los refugiados, una brumosa categoría que se adapta como anillo al dedo a la prosa campanuda de los manifiestos. Escribía Tocqueville en La democracia en América que el verdadero amor «no tiene ninguna necesidad de ideas generales, no siente la necesidad de encerrar un gran número de seres análogos bajo una misma forma, a fin de pensar en ellos más cómodamente». Pero la filantropía, que es comodona, actúa exactamente al contrario que el verdadero amor: necesita ideas generales, categorías abstractas, seres análogos que disfracen su impasibilidad. La filantropía es tan impasible como la xenofobia; pero, mucho más taimadamente, la disfraza y adecenta convirtiendo ideológicamente esas ideas generales y categorías abstractas en entelequias fácilmente manipulables sobre los que podemos derramar nuestra lloriqueante y comodona blandenguería. Por supuesto, esta filantropía desalmada que ha encontrado en los ‘refugiados’ la categoría brumosa que necesitaba para vendernos su mercancía averiada no hará sino alimentar la xenofobia. Cada vez que un filántropo desalmado convoca una nueva manifestación en apoyo de los ‘refugiados’, cada vez que lanza una prédica desde la televisión, cada vez que lanza una soflama contra los tiranos que cierran fronteras y levantan muros, los xenófobos desalmados encuentran una nueva coartada para convertir a su causa a los vacilantes que aún guardan un rescoldo de misericordia en sus corazones. Pues lo que para el filántropo desalmado es una categoría brumosa con la que puede pavonearse ante la galería, para el vacilante -que aún no ha perdido el sentido de la realidad- se convierte en un hormiguero incontable, en una plaga de langosta que viene a expulsarlo de su barrio, a quitarle el trabajo, a violar a sus hijas; y, automáticamente, reniega del último vestigio de misericordia que guardaba en su corazón y acepta la causa xenófoba, que no le permite compadecerse del dolor del prójimo, pero al menos le defiende contra la invasión de las categorías brumosas.
En los próximos años, nuestros filántropos seguirán lanzando proclamas y organizando manifestaciones; y la xenofobia no hará sino extenderse. Y filántropos y xenófobos lograrán, cada uno por su lado, matar los últimos vestigios de misericordia, que es la virtud que mira con amor a cada persona en concreto, como a un auténtico prójimo venido de lejanas tierras, esforzándose por procurarle una vida digna sin provocar daños al bien común, sin desbaratar la vida de sus prójimos más próximos. Al filántropo, como al xenófobo, les vienen años de pitanza y éxitos. Pobres refugiados.
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