Nos preguntábamos para que han servido tantas cuaresmas o para qué valen la repetición cíclica de nuestros signos y plegarias, si no logramos que arrojen mínimamente algo de luz, o pongan un bálsamo de paz, o abran horizontes nuevos en el mapa del aburrimiento, del miedo o del cansancio.
Hemos de dejarnos sorprender por un Dios que no se repite nunca ni está aburrido, y abrirnos al regalo agraciante que el Señor quiere regalarnos. Comenzábamos pidiendo al inicio de la cuaresma que el ayuno y la abstinencia fueran acogidos por su gracia piadosa como un auxilio en el combate cristiano contras las fuerzas del mal. Hay una batalla siempre abierta, porque los enemigos de la luz y de la verdad, insidian cuando sus penumbras y mentiras quedan desmanteladas. No podemos relajarnos ante tamaña batalla. No vale vivir de ninguna renta, ni nos sirven las conquistas del ayer ya obsoleto cuando teníamos menos canas en la cabeza y había más ganas en nuestros empeños.
Hay un ayuno que alimenta. Esta es la paradoja cristiana. Nos nutrimos de cosas que llenan nuestro tiempo, que ofrecen promesas, que seducen a buen precio nuestros ojos y abren cauces a nuestros intereses y saberes. El ayuno no se refiere únicamente a la materialidad de prescindir de unos alimentos un rato, algunas veces, como si fuera un tic devoto que de pronto nos hace comedidamente penitentes. Sin duda que el ayuno ayuda, pero viene a recordarnos como gesto cuaresmal tres grandes verdades:
En primer lugar que no todo lo que engullimos con nuestro cuerpo, con nuestra libertad, con nuestro afecto; no todo lo que llena nuestro tiempo, nuestra alma, nuestros ensueños… nos alimentan de veras. Puede darse que haya panes y viandas, de toda índole, que nos dejan cada vez más hambrientos, plenitudes falsas que nos dejan vacíos, paraísos no alcanzados que nos dejan cada vez más náufragos perdidos. Ayunar significa precisamente esto: abstenernos de lo que verdaderamente no nos nutre ni alimenta en todo lo que nuestra vida es verdadera y espera con esperanza cierta.
En segundo lugar, que hay muchos hermanos nuestros que no pueden elegir ayunar o no hacerlo, porque viven irremediablemente en un ayuno impuesto. Pensemos en la realidad de la gente que se pone con pudor y enorme vergüenza en la fila de nuestros comedores sociales. Yo los he visto. Los he servido. Sé lo que estoy diciendo. El ayuno es un gesto solidario que nos permite ponernos un momento al lado de los que ayunan a la fuerza faltándoles tantas cosas necesarias para llevar una vida serena, digna y en gozosa convivencia. Máxime si este ayuno nuestro (de cuántas cosas podríamos prescindir y de las que poder abstenernos) se concreta en una ayuda a esos hermanos, como quien pone un precio de caridad a la solidaridad cristiana.
Y por último, el ayuno nos permite entender lo que Jesús hizo en el desierto de sus tentaciones: no sólo de pan vive el hombre, sino que está hambriento profundamente de la Palabra de Vida que sale de los labios creadores de Dios. Vale la pena releer el capítulo que dedica a las tentaciones el primer volumen de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret. Jesús ayunó, hagamos nosotros lo mismo, por sus mismas razones, con el mismo amor, reconociéndonos hambrientos de Él que se parte y reparte en los hermanos que ha puesto a mi lado. El ayuno cristiano no es una dieta de adelgazamiento fitness.
La más honda espiritualidad que reclama la conversión de nuestro corazón, nos emplaza a la más sincera solidaridad que nos hace estar cercanos a quienes menos tienen. Son las dos caras de la única medalla que hace creíble la buena noticia cristiana.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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