miércoles, 4 de noviembre de 2015

Nadie rezará por nosotros cuando hayamos muerto



(Bruno M.) En el último viaje que hice a Munich, hace un par de semanas, estuve leyendo una serie de lápidas muy antiguas colocadas en la fachada de la catedral. Los alemanes suelen ser muy cuidadosos con las cosas del pasado y generalmente se preocupan por mantener y restaurar las que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. Como es lógico, las inscripciones estaban en latín, así que ya imaginarán que no había grandes colas para leerlas y pude hacerlo con tranquilidad.

Una de las lápidas me llamó la atención. Era deHenricus Vambes de Florimont. Este Don Enrique del Monte Florido era un eques gallus, es decir, un caballero francés, y me cayó bastante simpático. El pobre hombre, fue enviado en el s. XVII desde Francia a Baviera por María Victoria, la esposa del Delfín de Francia, que era alemana. Allí gastó sus energías trabajando y fue envejeciendo: “adolevit, viguit, consenuit”. Finalmente, “mortem Christiane obiit Monachi ex morbo senectute”, murió de viejo cristianamente en Munich cuando casi había llegado ya a los noventa años.

Me gustó mucho el sano escepticismo que mostraba la lápida, a diferencia de otras muchas, con respecto al valor de los cargos y honores. Después de contar todo lo que el difunto había trabajado durante su vida y los importantes puestos que había tenido, la inscripción sentenciaba:

“Bona in vita collecta,
Religione in Deum,
Charitate in proximum,
secum tulit".

Es decir, “se llevó consigo los bienes que había recogido durante su vida: su piedad para con Dios y su caridad para con el prójimo”. No está mal como meditación para recordar de vez en cuando. Lo único que de verdad es nuestro es lo que nos dejamos querer por Dios y nuestro amor a él y al prójimo. Todo lo demás es vanidad. Los triunfos en el trabajo, el coche que nos hemos comprado, ser admirado por todos o salir en la televisión, tener un blog muy popular… vanidad de vanidades.

Y también me encantó la última frase de la inscripción:

“Tu Viator
Mortuo bene precare
Idem forte cras
Rogaturus".

O, en román paladino, como suele el vulgo hablar a su vecino:


“Caminante,
Reza por este difunto.
Quizás mañana

Tengas que pedir tú lo mismo”.

Aquel piadoso caballero francés y sus deudos eran conscientes de que rezar por los que han muerto es un deber de para todos los cristianos. Sabían perfectamente que una de las obras de misericordia, tan olvidadas en este siglo, es, precisamente, rezar por los difuntos. Y sabían que, si no rezamos por los que nos han precedido, tampoco podemos esperar que nadie rece por nosotros cuando lo necesitemos.

Hoy, en cambio, prácticamente se ha perdido en España la tradición cristiana de rezar por los difuntos. Una costumbre que era universal entre los católicos hace unas pocas décadas ha desaparecido sin dejar casi ningún rastro. Como mucho, se reza por quien ha muerto en su funeral (y, en muchos casos ni siquiera en el funeral, porque a menudo parecen más ceremonias de canonización paganas que otra cosa). Pero eso es todo. La mayoría de los niños ni siquiera han oído nunca que se pueda rezar por los que han muerto y se sorprenden agradablemente si lo oyen. Si no fuera por la liturgia, que eleva todos los días nuestra oración al Padre por “los que nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz”, este olvido sería prácticamente total.

Si Dios no lo remedia, nadie o casi nadie rezará por nosotros cuando hayamos muerto. Y nos lo habremos merecido, porque no hemos sido constantes en orar por los que nos precedieron. Además, orar por los que han muerto es un signo de fe en la vida eterna y en la resurrección. Porque los difuntos viven en el Señor y, en el último día, resucitarán con él. Así pues, no sería mala idea aprovechar para recordar hoy en la oración a nuestros difuntos. Y también a Don Enrique de Monteflorido, caballero francés y hermano nuestro en la fe, que nos ha recordado que debemos hacerlo.

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