En la ancha Castilla hay un monasterio de carmelitas, hijas de Santa Teresa de Jesús, que siempre que me acerco a él me saludan con un término teresiano que me hace mucha gracia: ¿Cómo están nuestros “capitanes”?, me dice la madre priora. No, no se trata de una compañía de infantería o un escuadrón de caballería, porque los “capitanes” a los que se refiere la priora, en palabras de la misma Santa Teresa, somos los sacerdotes. Y ella nos miraba como quienes cuidábamos en aquella época revuelta y confusa, de los cristianos que estaban en el “castillo” de la Iglesia.
Más allá de la comprensión de esta castiza nomenclatura, era clara la intención de la monja andariega de cuyo nacimiento estamos celebrando los quinientos años. Hay que cuidar a quienes nos cuidan, hay que sostener a los que nos sostienen, hay que querer a los sacerdotes y obispos que están en primera línea de una batalla siempre inacabada que está reclamando de nosotros lo mejor para salir victoriosos en esta diaria escaramuza en la que dejamos tantas veces la vida a jirones.
Venimos recordando palabras y gestos de esta mujer excepcional que tiene tanto que decirnos cinco siglos después. Ella tuvo una especial devoción a San José, tanto que al santo Patriarca le dedicó el primer monasterio de la reforma carmelitana descalza. Y coincide esta efeméride con la festividad del carpintero de Nazaret, que entre nosotros es patrono de los Seminarios. Así pues, andamos con este tira y afloja de ideas y reflexiones: que Teresa vio en San José una ayuda del cielo para su caminar cotidiano en la tierra, y que la Iglesia nos presenta a este bendito varón como el que especialmente cuida de aquellos que serán los futuros “capitanes” y que se forman en nuestro Seminario.
Un seminarista no es alguien que no tiene dónde caerse, desorientado y confundido que va dando tumbos de acá para allá. Nuestros jóvenes se forman integralmente en nuestros Seminarios asturianos, poniendo todas sus preguntas en el asador de sus sinceras inquietudes. No las censura, ni las maquilla y adorna. Sencillamente se pone con toda su libertad y su conciencia delante de Dios para decirle sinceramente al Señor lo que en verso le decía Teresa:
«Veis aquí mi corazón, yo le pongo en vuestra palma:
mi cuerpo, mi vida y alma, mis entrañas y afición.
Dulce Esposo y Redención pues por vuestra me ofrecí.
¿Qué mandáis hacer de mí?».
No se puede decir más breve ni más hermoso. El ofrecimiento de un joven supone todo un camino de ir cincelando su corazón, su inteligencia, su libertad, para entender que Dios en él quiere poner decir algo que eternamente silenció para decírnoslo con sus labios. Y asomándose a las distintas materias de filosofía, antropología y teología, se abrirá también a las heridas de los hermanos a los que luego de cura será enviado. El Señor quiso eternamente retener una gracia que querrá repartir con sus manos. Amar a Dios sobre todas las cosas, y amar apasionadamente a los que Dios ama. Esto no se improvisa. Es un precioso y preciso camino de formación integral que nos abraza por entero y que con la gracia del buen Dios, la intercesión de María, de José, de Teresa y todos los santos, logramos cada día responder a algo tan sencillo y tan bello como esa pregunta: con mi corazón y mi cuerpo, mi vida y mi alma mis entrañas y afición, ¿qué mandáis hacer de mí?
Hoy son otros los caminos, otras también las batallas, pero desde el castillo de la vida, en nuestras trincheras y barracas, sabemos que Dios nos envía, que busca más jóvenes que se dejen enviar. Dichosos ellos si responden diciendo un sincero sí.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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